Domingo, 26 de Agosto de 2012 10:02
Marcos Roitman Rosenmann- Clarín Chile: http://www.elclarin.cl/web/
Un ciudadano no puede, por ejemplo,
actuar de mutuo propio y bajo el concepto de propiedad privada
contaminar las aguas, cambiar el curso de los ríos, talar bosques o en
nombre del progreso expropiar las tierras comunitarias de los pueblos
originarios. Tampoco disponer, bajo el ideario de la libertad
individual, de bienes colectivos, privatizando los servicios públicos en
pro de su beneficio particular y en detrimento de sus iguales.
La democracia porta un código, un ADN
constituyente. Se trata de las formas de convivencia básicas. Un saber
estar y saber vivir bajo el principio de coacción, el que no requiere
una ley externa para comprender que su práctica es contraria al sentido
común. Todos sabemos la diferencia entre actuar con honestidad o
marrulleramente. No necesitamos recurrir al derecho penal o civil cuando
aceptamos sobornos, usamos información privilegiada y damos favores
saltándonos normas del decoro social. Somos conscientes de estar
vulnerando la ética de la convicción democrática.
El acto democrático, cuando es
generalizado, no conlleva reconocimiento social, ni premios, se ejerce
sin esperar nada a cambio. Forma parte del quehacer cotidiano. En
definitiva, la democracia, puede sintetizarse como "un mandar
obedeciendo". Por esta razón, capitalismo y democracia no hacen buenas
migas. El capitalismo privilegia al individuo, el yo hasta la
extenuación y por otro lado pide acciones de caridad y la aparición de
héroes. Mecenas a los que agradecer su generosidad. Empresarios de éxito
que donen una parte de su fortuna para la investigación del sida,
Alzheimer u otras enfermedades.
Bancos que otorguen becas a estudiantes,
fundaciones que patrocinen museos e instituciones eclesiásticas que
fomenten la caridad cristiana. Todo envuelto bajo el denominador común
de ayuda a los necesitados, filantropía o altruismo. Lamentablemente,
ninguno de los tres hace democracia ni fomenta la ciudadanía
participativa, son limosna. Los restos de un festín al cual no todos
están invitados. Más bien están excluidos.
Optar por un comportamiento
democrático exige templanza.
Valoración de consecuencias, autoestima,
confianza y dignidad. Pensar en un nosotros. Cualquier decisión
democrática nos compromete. No planteo que la democracia sea una forma
de vida monacal, estoica o inmaculada. La virginidad social no es
viable, ni tampoco aconsejable. Pero el comportamiento democrático tiene
límites y es necesario respetarlos, de lo contrario su vulneración
reiterada la niega en su esencia. Podríamos decir que tiene un punto de
saturación, tras el cual el cambio de estado trae consigo un sin
retorno. La democracia se corrompe, haciendo imposible su realización,
convirtiéndose en un sinsentido. El sálvese quien pueda y el todos
contra todos se convierte en el alma mater de actos adjetivados como
democráticos, pero no lo son, convirtiéndola en un objeto imposible.
Los ejemplo sobran. El primero lo
obtenemos del derecho a recibir una educación de calidad, pública y
gratuita, es decir pagada por el Estado, levantada con el esfuerzo de
quienes trabajan y aportan al erario público sus impuestos. Una persona
analfabeta, sin memoria colectiva, ni historia, sin pasado, es la
negación del hecho democrático. Pero también lo es llamar educación de
calidad a la formación obtenida por los alumnos en centros privados,
laicos o religiosos, que hacen de ella un negocio, convirtiéndola en una
fuente de ingresos, donde su ideario y planes de estudios se adecuan a
la lógica del sálvese quien pueda: competitividad, competitividad y
competitividad. Las movilizaciones y la emergencia de nuevos movimientos
estudiantiles poniendo en cuestión esta forma de entender la educación
es una muestra fehaciente del fracaso del modelo. En Chile, cuna del
neoliberalismo, la crisis es completa y no deja lugar a dudas sobre su
ineficiencia.
Otro ejemplo lo constituye la libertad
de expresión y prensa.
En la actualidad, su práctica no trae una
proyección democrática. No se trata de formar una opinión pública
ilustrada con discernimiento y capacidad deliberativa en la lectura. En
su lugar, aparece un sentido monopólico de lo conveniente y lo
inadecuado para publicar y decir. La manipulación, la noticia falsa, el
libelo, las verdades a media, los manuales de estilo, la censura, son el
pan nuestro de cada día. No hay país donde no se den casos de falta de
ética y vulneración de códigos deontológicos. La prensa ya no es libre,
ni democrática y cuando lo es, mejor ahogarla. El control de la noticia,
de los medios de comunicación acaban despidiendo a los buenos
periodistas, llevándolos a la cárcel o incluso matándolos. Honduras,
Colombia o México son buenos ejemplos en la región. Bien señala Arturo
Barea, en La forja de un rebelde, un formidable análisis de la sociedad
española de principios del siglo XX y la guerra civil, refiriéndose a la
prensa y los medios de comunicación: "Me enseñaron a leer, y después me
enseñaron que no debía leer más que lo que ellos me dejaran". Así se
corrompe la democracia, la libertad de prensa y de expresión.
Ser demócrata hoy en día es una pesada
carga de la cual muchos desean liberarse.
No es bueno ser amigo de
personas críticas, cuyas palabras molestan, llaman a la reflexión y
cuestionan el capitalismo salvaje. Peor resulta convertirse en uno de
ellos, trae consecuencias nefastas para las arcas personales. Va contra
los interese personales, es tirar piedras sobre el tejado de la casa.
Mejor adoptar una doble moral, pero sin llamar la atención. Para
conseguirlo se requiere cómplices y vivir sin remordimientos. Así se ha
corrompido la democracia. El bien común, su fundamento, se volatiliza
bajo el interés común o social, algo gelatinoso e imposible de definir,
pero eficaz para mutar al ciudadano en consumidor y abandonar la
práctica democrática.
Una de las frases emblemáticas del
movimiento de los indignados levantada como símbolo de la crisis social
del capitalismo neoliberal ha sido: "lo llaman democracia y no lo es".
El postulado se refiere a la paradoja de hablar y no practicar los
principios democráticos. Y sin práctica la democracia se ve amputada de
su inherente valor político. A cambio, se ofrece un sucedáneo para el
consumo, la democracia de mercado. Invento para satisfacer las malas
conciencias y los comportamientos más propios de dictaduras. Así, por
defecto, la inexistente democracia de mercado cubre el expediente
celebrando elecciones disque libres y democráticas y deja al desnudo lo
abyecto de un orden de explotación totalitario, excluyente y desigual.
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