Chile, 202 años:
Martes, 18 de Septiembre de 2012 10:40
Paul Walder- Clarín
Los
ritos celebrados a inicios de la transición democrática, como fue el
iceberg remolcado desde la Antártica hacia el verano andaluz para
demostrar el encuentro de empresarios y socialdemócratas de ambos
continentes, y de paso declamar la nueva independencia latinoamericana
bajo la égida de los mercados, han dado paso a otra ritualidad, esta vez
también en ambos continentes. Lo que se elevó como epifanía hace más de
veinte años regresa como tragedia.
En
este proceso, que ha creado enormes riquezas en manos de unas pocas
corporaciones y un puñado de multimillonarios, no solo se ha venido
abajo la economía, sino también la confianza en la política y los
proyectos de vida. Como indican no pocas estadísticas, en estos treinta
años la mitad del producto nacional, unos 250 mil millones de dólares
anuales, está concentrado en poco más del diez por ciento de la
población. Chile pasó a ser el país latinoamericano con el ingreso per
cápita más alto, pero con la peor distribución en el ingreso.
Quienes
defienden el modelo neoliberal lo hacen para proteger una compleja
institucionalidad, en la que prevalecen los mercados controlados por las
grandes corporaciones así como la estructura política, controlada por
elites cooptadas por el poder económico. Sobre esta realidad, ocultada
desde sus bases fundadas durante la dictadura, el discurso que se
levanta cual nueva religión ha sido el de las ventajas del mercado y el
acceso al consumo masivo. Bajo esta ilusión, esta adicción y
encantamiento, los ciudadanos fueron perdiendo sus derechos más básicos.
Con los cantos de sirena del libre mercado, no sólo se les vendió
tecnología y otros trastos asiáticos, sino también el acceso a la salud,
a la educación, a la energía y el agua, a la movilidad y al uso del
espacio urbano. Se comercializó el derecho a vivir y a morir con
dignidad. En este proceso el pueblo chileno perdió su capacidad de
decidir, su libertad de elegir, su independencia.
Hemos
perdido la condición de ciudadanos para tener la función de
consumidores. En esta mutación, que se inició hace treinta años con las
privatizaciones, cada faceta de nuestras vidas ha quedado al arbitrio de
la búsqueda de rentabilidad de los inversionistas. En pocas décadas la
ciudadanía fue despojada de todos los derechos obtenidos por los
movimientos sociales, sindicales y políticos durante el siglo pasado,
como trofeo de guerra para esos inversionistas. Aquellos derechos, tal
como en las épocas más nefastas del capitalismo, pasaron a estar
prohibidos o a la venta, como las antiguas conquistas laborales y todo
lo demás.
LA COMERCIALIZACION DE LA VIDA
No
hay área que no esté en manos del mercado. Esto es, controlada por
grandes grupos económicos. Si hacemos una enumeración, posiblemente
todos los sectores y rubros de la economía, salvo aquellos todavía no
rentables, están en poder de inversionistas, fondos de inversión,
especuladores varios y otros operadores. Desde las autopistas a la
movilización colectiva, desde la telefonía a Internet, desde el agua a
la electricidad, desde la salud a la educación, desde la alimentación a
las ferreterías, desde los combustibles a la banca, desde la diversión
-como el cine- a las farmacias, desde los cementerios al vestuario. Cada
actividad humana, por muy elemental o compleja que sea, ha sido
entregada a las grandes corporaciones.
El
gobierno de Sebastián Piñera ha celebrado la disminución estadística de
la pobreza, aun cuando el guarismo marca 14,4 por ciento: todavía casi
dos millones y medio de personas viven bajo la línea de pobreza o con
ingresos menores a 72 mil pesos. Si bien estas cifras son publicitadas
por el gobierno, no sucede lo mismo con quienes superan ese umbral de la
miseria. A partir de este portal se ingresa en la tierra desconocida,
pero igualmente descampada, denominada “clase media”. Si los pobres son
materia de programas sociales, compasión política, algunas ayudas y
bonos, quienes han “superado la pobreza” a partir de esos 72 mil pesos
han de competir en el feroz mercado de la vida.
Aquí
se inicia el gran drama de la “clase media” chilena, Para solventar
gastos corrientes, desde la salud, educación y los servicios básicos, ha
de recurrir al esfuerzo, al ingenio y, claro está, al crédito. La
cultura del mercado, que es consumo, individualismo y supervivencia, se
ha trasladado a la vida diaria, a la subsistencia de la dignidad.
UN MODELO EN QUIEBRA
El
sistema de vida que sostiene a la “esforzada clase media” está
quebrado, ha tocado fondo. Se expresa en muchas variables, como fue la
estafa de La Polar, o al observar la lista negra llamada Dicom. En enero
pasado el Congreso aprobó eliminar a casi cuatro millones de deudores
morosos con deudas de hasta dos millones y medio de pesos de esta base
de datos. Pero a poco andar, ya había ingresado a Dicom la misma
cantidad de personas. El sistema aprieta por abajo para exprimir la
riqueza generada, que fluye hacia los grandes inversionistas que operan
hoy todos los servicios, tendencia propia del neoliberalismo que en
estas latitudes ha creado la desigual sociedad que padecemos.
Las
diferencias en los ingresos que periódicamente ratifican estudios y
encuestas se expresan en todas las áreas y rincones de la vida
cotidiana, pero es en la institucionalidad económica y su sistema
productivo donde está la fuente de la brecha. La economía de libre
mercado desregulada, como gran motor de la segregación, ha modelado una
estructura de los medios de producción concentrada en pocos
propietarios. Un proceso que no surge de la creación de más mercado,
sino de la eliminación del mercado. Cada punto de concentración de las
ventas y las ganancias significa cientos o millares de pequeños
productores en quiebra o en nivel de subsistencia, recortes salariales y
despidos e intereses usurarios sobre los créditos.
Hace
unas semanas publicamos en estas páginas lo que sucede con el mercado
de la alimentación, concentrado desde la producción a la distribución.
La memoria está muy fresca con la colusión entre los productores de
carne de pollo, pero menos conocida es la enorme concentración de la
distribución de los alimentos, con solo cuatro empresas (Cencosud,
Walmart, Tottus y SMU) que controlan el 95 por ciento de las ventas.
Estas cuatro corporaciones deciden qué vender y a qué precios: en este
momento la Fiscalía Nacional Económica investiga una supuesta colusión
en las carnes y marcas propias.
Bien
conocido es el sector de la distribución farmacéutica, que también
controla casi la totalidad del mercado. ¿Cómo se llegó a este extremo
nivel de densidad? Eliminando del negocio a miles de pequeñas farmacias
de barrio. Si en la década de los 70 existían unas dos mil farmacias,
hacia los 90 quedaban no más de 1.600. Hoy, tras los procesos de
fusiones y adquisiciones de los grandes grupos, sólo 500 boticas se
reparten ese cinco por ciento de las ventas. Lo mismo sucede con las
ferreterías. Con la fuerte penetración de Sodimac, Easy y Construmat,
hacia mediados de la década de los 90 llegó la hora a las ferreterías.
Si hace una década había en el país unas ocho mil ferreterías, hoy no
alcanzan a 2.500. Una estadística que no relata las angustias y
sufrimientos detrás de miles de quiebras.
La
penetración y control de mercado se hace de esta manera: sacando a los
pequeños o dejándoles la escoria. Un estudio de la Cámara Nacional de
Comercio ofrece cifras impactantes. De los más de 300 mil
establecimientos comerciales registrados, un 98 por ciento está en la
categoría de medianas, pequeñas o microempresas. Pero las grandes
empresas del sector, que son apenas el dos por ciento, concentran más de
la mitad del total de las ventas. El poder de las grandes
corporaciones, que ha logrado penetrar hasta en los mercados más
sencillos y humildes, ofrece una doble estructura: la integración
vertical. Controlan no sólo un sector de la economía, sino toda la
cadena productiva. Dominan no sólo el comercio, sino la extracción,
elaboración y distribución. La gran empresa adquiere características de
ubicuidad, en tanto su afán de crecimiento y rentabilidad las impulsa a
ganar más mercados, a sacar del escenario a la competencia en toda la
cadena de producción y distribución. Es la naturaleza del libre mercado
desregulado.
Algunos
casos: la farmacia Cruz Verde, que tiene un 40 por ciento de las ventas
de medicamentos, cuenta con el laboratorio Mint Lab Co., a través del
que importa y fabrica genéricos. En la distribución tiene a Socofar y el
negocio financiero lo realiza a través de Solventa, aliada con CMR
Falabella. Farmacias Ahumada, que controla más del 30 por ciento del
mercado de medicamentos, produce sus medicamentos a través del
Laboratorio Fasa. La construcción de locales la realiza con la
inmobiliaria Fasa. Este fenómeno, extendido en las farmacias, se replica
también en todas las áreas de este comercio corporativo.
¿Qué
efectos tiene esta doble concentración? Falta de competencia, poder
ilimitado y deterioro de los empleos, lo que es, en el otro extremo,
empobrecimiento y pérdida de poder. Porque cuando la economía crece, no
todos los chilenos crecen por igual, como se ha visto en la evolución de
la distribución de la riqueza durante los últimos cinco años. Porque si
el país crece a un promedio del cuatro o cinco por ciento, las grandes
corporaciones lo hacen, como la minería o la banca, a tasas sobre el
veinte por ciento. En el otro extremo están los trabajadores y las
pequeñas empresas. La evolución de los salarios y de las ventas apenas
registra tasas del uno por ciento al año. Esta economía de varias
velocidades sólo tiene una explicación: la apropiación de la riqueza a
través del control de los mercados, pero también, por la utilización de
mano de obra barata, desregulada y desorganizada (hasta ahora), por unas
pocas gigantescas corporaciones.
LA EDUCACION DE MERCADO
Esta
misma estrategia se reproduce en todos los “mercados de servicios”,
como por ejemplo la educación. Pero aquí ha habido un quiebre: la
ambición desmedida de inversionistas y especuladores ha llevado a
liquidar este “mercado”, lo que ha gatillado por primera vez en décadas
una protesta generalizado que surge desde una ciudadanía consciente.
El
estudio de Cenda sobre el que se basó la Confech el año pasado para
apoyar sus demandas nos da una clara pista de los extremos inmorales de
este negocio. El monto promedio de los créditos contratados para
financiar la educación superior en 2010 fue de 1,46 millones de pesos
por alumno. Con esta base promedio, el endeudamiento total de un alumno
que cursa una carrera de cinco años fue de 7,3 millones de pesos y más
de 10 millones si estudia siete años en una carrera de costo promedio.
Esta cifra sube considerablemente y puede duplicarse en el caso de
alumnos de carreras largas y caras, como medicina.
Teniendo
en cuenta el mercado laboral, su informalidad, inestabilidad y el
deprimido nivel de remuneraciones promedio, los futuros profesionales no
ganarán lo suficiente para solventar estos dividendos. Es decir, “aquí
hay un castigo que se acarreará por gran parte de la vida laboral sobre
aquellos que contrataron créditos, quienes en su mayoría provienen de
sectores medios y populares”. Se trata de otro dato para la desigualdad.
¿Y
cómo solventa sus niveles de consumo la “clase media”? No con mejores
salarios, sino con más endeudamiento, lo que finalmente redunda en
buenos negocios para la banca y en un aumento de las diferencias en la
distribución de los ingresos: por cada crédito el deudor se empobrece y
la corporación financiera se enriquece. Si se revisa el nivel de
endeudamiento de las familias chilenas durante los últimos años se puede
observar un persistente aumento. Desde 2003 a 2008 la relación de la
deuda sobre los ingresos disponibles pasó desde 33,4 por ciento a 60,2
por ciento, según se desprende de un informe del banco BBVA. Este
aumento constante de las deudas familiares se debe a que los ingresos,
generalmente salarios, han crecido muy por detrás de los préstamos.
La
salida hacia el desarrollo, entendido no como paraíso del consumo sino
como dignidad y justicia, no está ni en las estériles políticas
asistenciales, ni en el engaño publicitario ni en la fruición por el
emprendimiento, entregado éste a la competencia voraz de las grandes
corporaciones. El desarrollo es la reducción de las brechas y el acceso
universal a todas las oportunidades, algo que hemos perdido durante la
pesadilla neoliberal.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 766, 14 de septiembre, 2012
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