Noam Chomsky
de: "sin permiso" 13 de mayo 2012
El movimiento “Ocupemos”
ha experimentado un desarrollo estimulante. Hasta donde mi memoria alcanza, no
ha habido nunca nada parecido. Si consigue reforzar sus lazos y las
asociaciones que se han creado en estos meses a lo largo del oscuro periodo que
se avecina –no habrá victoria rápida– podría protagonizar un momento decisivo
en la historia de los Estados Unidos.
La singularidad de este
movimiento no debería sorprender. Después de todo, vivimos una época inédita,
que arranca en 1970 y que ha supuesto un auténtico punto de inflexión en la
historia de los Estados Unidos. Durante siglos, desde sus inicios como país,
fueron una sociedad en desarrollo. Que no lo fueran siempre en la dirección
correcta es otra historia. Pero en términos generales, el progreso supuso
riqueza, industrialización, desarrollo y esperanza. Existía una expectativa más
o menos amplia de que esto seguiría siendo así. Y lo fue, incluso en los
tiempos más oscuros.
Tengo edad suficiente
para recordar la Gran
Depresión. A mediados de los años 30, la situación era
objetivamente más dura que la actual. El ánimo, sin embargo, era otro. Había
una sensación generalizada de que saldríamos adelante. Incluso la gente sin
empleo, entre los que se contaban algunos parientes míos, pensaba que las cosas
mejorarían. Existía un movimiento sindical militante, especialmente en el
ámbito del Congreso de Organizaciones Industriales. Y se comenzaban a producir
huelgas con ocupación de fábricas que aterrorizaban al mundo empresarial –basta
consultar la prensa de la época-. Una ocupación, de hecho, es el paso previo a
la autogestión de las empresas. Un tema, dicho sea de paso, que está bastante
presente en la agenda actual. También la legislación del New Deal comenzaba a ver la luz a resultas de
la presión popular. A pesar de que los tiempos eran duros, había una sensación,
como señalaba antes, de que se acabaría por “salir de la crisis”.
Hoy las cosas son
diferentes. Entre buena parte de la población de los Estados Unidos reina una
marcada falta de esperanza que a veces se convierte en desesperación. Diría que
esta realidad es bastante nueva en la historia norteamericana. Y tiene, desde
luego, una base objetiva.
La clase trabajadora
En los años 30’ del siglo pasado los
trabajadores desempleados podían pensar que recuperarían sus puestos de
trabajo. Actualmente, con un nivel de paro similar al existente durante la Depresión, es
improbable, si la tendencia persiste, que un trabajador manufacturero vaya a
recuperar el suyo. El cambio tuvo lugar hacia 1970 y obedece a muchas razones.
Un factor clave, bien analizado por el historiador económico Robert Brenner,
fue la caída del beneficio en el sector manufacturero. Pero también hubo otros.
La reversión, por ejemplo, de varios siglos de industrialización y desarrollo.
Por supuesto, la producción de manufacturas continuó del otro lado del océano,
pero en perjuicio, y no en beneficio, de las personas trabajadoras. Junto a
estos cambios, se produjo un desplazamiento significativo de la economía del
ámbito productivo –de cosas que la gente necesitara o pudiera usar- al de la
manipulación financiera. Fue entonces, en efecto, cuando la financiarización de
la economía comenzó a extenderse.
Los bancos
Antes de 1970, los
bancos eran bancos. Hacían lo que se espera que un banco haga en una economía
capitalista: tomar fondos no utilizados de una cuenta bancaria, por ejemplo, y
darles una finalidad potencialmente útil como ayudar a una familia a que se compre
una casa o a que envíe a su hijo a la escuela. Esto cambió de forma dramática
en los setenta. Hasta entonces, y desde la Gran Depresión, no
había habido crisis financieras. Los años cincuenta y sesenta fueron un periodo
de gran crecimiento, el más alto en la historia de los Estados Unidos y
posiblemente en la historia económica. Y fue igualitario. Al quintil más bajo
de la sociedad le fue tan bien como al más alto. Mucha gente accedió a formas
de vida más razonables –de “clase media”, como se llamó aquí, de “clase
trabajadora”, en otros países–. Los sesenta, por su parte, aceleraron el
proceso. Tras una década un tanto sombría, el activismo de aquellos años
civilizó el país de forma muchas veces duradera. Con la llegada de los setenta,
se produjeron una serie de cambios abruptos y profundos: desindustrialización,
deslocalización de la producción y un mayor protagonismo de las instituciones
financieras, que crecieron enormemente. Yo diría que entre los años cincuenta y
sesenta se produjo un fuerte desarrollo de lo que décadas después se conocería
como economía de alta tecnología: computadores, Internet y revolución de las
tecnologías de la información, que se desarrollaron sustancialmente en el
sector estatal. Estos cambios generaron un círculo vicioso. Condujeron a una
creciente concentración de riqueza en manos del sector financiero, pero no
beneficiaron a la economía (más bien la perjudicaron, al igual que a la
sociedad).
Política y dinero
La concentración de
riqueza trajo consigo una mayor concentración de poder político. Y la
concentración de poder político dio lugar a una legislación que intensificaría
y aceleraría el ciclo. Esta legislación, bipartidista en lo esencial, comportó
la introducción de nuevas políticas fiscales, así como de medidas desreguladoras
del gobierno de las empresas. Junto a este proceso, se produjo un aumento
importante del coste de las elecciones, lo que hundió aún más a los partidos
políticos en los bolsillos del sector empresarial.
Los partidos, en
realidad, comenzaron a degradarse por diferentes vías. Si una persona aspiraba
a un puesto en el Congreso, como la presidencia de una comisión, lo normal era
que lo obtuviera a partir de su experiencia y capacidad personal. En solo un
par de años, tuvieron que comenzar a contribuir a los fondos del partido para
lograrlo, un tema bien estudiado por gente como Tom Ferguson. Esto, como decía,
aumentó la dependencia de los partidos del sector empresarial (y sobre todo,
del sector financiero).
Este ciclo acabó con una
tremenda concentración de riqueza, básicamente en manos del primer uno por
ciento de la población. Mientras tanto, se abrió un período de estancamiento e
incluso de decadencia para la mayoría de la gente. Algunos salieron adelante,
pero a través de medios artificiales como la extensión de la jornada de
trabajo, el recurso al crédito y al sobreendeudamiento o la apuesta por
inversiones especulativas como las que condujeron a la reciente burbuja
inmobiliaria. Muy pronto, la jornada laboral acabó por ser más larga en Estados
Unidos que en países industrializados como Japón o que otros en Europa. Lo que
se produjo, en definitiva, fue un período de estancamiento y de declive para la
mayoría unido a una aguda concentración de riqueza. El sistema político comenzó
así a disolverse.
Siempre ha existido una
brecha entre la política institucional y la voluntad popular. Ahora, sin
embargo, ha crecido de manera astronómica. Constatarlo no es difícil. Basta ver
lo que está ocurriendo con el gran tema que ocupa a Washington: el déficit. El
gran público, con razón, piensa que el déficit no es la cuestión principal. Y
en verdad no lo es. La cuestión importante es la falta de empleo. Hay una
comisión sobre el déficit pero no una sobre el desempleo. Por lo que respecta
al déficit, el gran público tiene su posición. Las encuestas lo atestiguan. De
forma clara, la gente apoya una mayor presión fiscal sobre los ricos, la
reversión de la tendencia regresiva de estos años y la preservación de ciertas
prestaciones sociales. Las conclusiones de la comisión sobre el déficit
seguramente dirán lo contrario. El movimiento de ocupación podría proporcionar
una base material para tratar de neutralizar este puñal que apunta al corazón
del país.
Plutonomía y precariado
Para el grueso de la
población –el 99%, según el movimiento Ocupemos– estos tiempos han sido
especialmente duros, y la situación podría ir a peor. Podríamos asistir, de
hecho, a un período de declive irreversible. Para el 1% -e incluso menos, el
0,1%- todo va bien. Son más ricos que nunca, más poderosos que nunca y
controlan el sistema político, de espaldas a la mayoría. Si nada se lo impide,
¿por qué no continuar así?
Tomemos el caso de
Citigroup. Durante décadas, ha sido uno de los bancos de inversión más
corruptos. Sin embargo, ha sido rescatado una y otra vez con dinero de los
contribuyentes. Primero con Reagan y ahora nuevamente. No incidiré aquí en el
tema de la corrupción, pero es bastante alucinante. En 2005, Citigroup sacó
unos folletos para inversores bajo el título: “Plutonomía: comprar lujo,
explicar los desequilibrios globales”. Los folletos animaban a los inversores a
colocar dinero en un “índice de plutonomía”. “El mundo –anunciaban- se está
dividiendo en dos bloques: la plutonomía y el resto”.
La noción de plutonomía
apela a los ricos, a los que compran bienes de lujo y todo lo que esto
conlleva. Los folletos sugerían que la inclusión en el “índice de plutonomía”
contribuiría a mejorar los rendimientos de los mercados financieros. El resto
bien podía fastidiarse. No importaba. En realidad, no eran necesarios. Estaban
allí para sostener a un Estado poderoso, que rescataría a los ricos en caso de
que se metieran en problemas. Ahora, estos sectores suelen denominarse
“precariado” –gente que vive una existencia precaria en la periferia de la
sociedad–. Solo que cada vez es menos periférica. Se está volviendo una parte
sustancial de la sociedad norteamericana y del mundo. Y los ricos no lo ven tan
mal.
Por ejemplo, el ex
presidente de la
Reserva Federal, Alan Greenspan, llegó a ir al Congreso,
durante la gestión de Clinton, a explicar las maravillas del gran modelo
económico que tenía el honor de supervisar. Fue poco antes del estallido del
crack en el que tuvo una responsabilidad clarísima. Todavía se le llamaba “San
Alan” y los economistas profesionales no dudaban en describirlo como uno de los
más grandes. Dijo que gran parte del éxito económico tenía que ver con la
“creciente inseguridad laboral”. Si los trabajadores carecen de seguridad, si
forman parte del precariado, si viven vidas precarias, renunciarán a sus
demandas. No intentarán conseguir mejores salarios o mejores prestaciones.
Resultarán superfluos y será fácil librarse de ellos. Esto es lo que,
técnicamente hablando, Greenspan llamaba una economía “saludable”. Y era
elogiado y enormemente admirado por ello.
La cosa, pues, está así:
el mundo se está dividiendo en plutonomía y precariado –el 1 y el 99 por
ciento, en la imagen propagada por el movimiento Ocupemos. No se trata de
números exactos, pero la imagen es correcta. Ahora, es la plutonomía quien
tiene la iniciativa y podría seguir siendo así. Si ocurre, la regresión
histórica que comenzó en los años setenta del siglo pasado podría resultar
irreversible. Todo indica que vamos en esa dirección. El movimiento Ocupemos es
la primera y más grande reacción popular a esta ofensiva. Podría neutralizarla.
Pero para ello es menester asumir que la lucha será larga y difícil. No se
obtendrán victorias de la noche a la mañana. Hace falta crear estructuras
nuevas, sostenibles, que ayuden a atravesar estos tiempos difíciles y a obtener
triunfos mayores. Hay un sinnúmero de cosas, de hecho, que podrían hacerse.
Hacia un movimiento de ocupación de los trabajadores
Ya lo mencioné antes. En
los años treinta del siglo pasado, las huelgas con ocupación de los lugares de
trabajo eran unas de las acciones más efectivas del movimiento obrero. La razón
era sencilla: se trataba del paso previo a la toma de las fábricas. En los años
setenta, cuando el nuevo clima de contrarreforma comenzaba a instalarse,
todavía pasaban cosas importantes. En 1977, por ejemplo, la empresa US Steel decidió cerrar una de sus sucursales
en Youngstown, Ohio. En lugar de marcharse, simplemente, los trabajadores y la
comunidad se propusieron unirse y comprarla a los propietarios para luego
convertirla en una empresa autogestionada. No ganaron. Pero de haber conseguido
el suficiente apoyo popular, probablemente lo habrían hecho. Gar Alperovitz y
Staufhton Lynd, los abogados de los trabajadores, han analizado con detalle
esta cuestión. Se trató, en suma, de una victoria parcial. Perdieron, pero
generaron otras iniciativas. Esto explica que hoy, a lo largo de Ohio y de
muchos otros sitios, hayan surgido cientos, quizás miles de empresas de
propiedad comunitaria, no siempre pequeñas, que podrían convertirse en
autogestionadas. Y esta sí es una buena base para una revolución
real.
Algo similar pasó en la
periferia de Boston hace aproximadamente un año. Una multinacional decidió
cerrar una instalación rentable que producía manufacturas con alta tecnología.
Evidentemente, para ellos no era lo suficientemente rentable. Los trabajadores
y los sindicatos ofrecieron comprarla y gestionarla por sí mismos. La
multinacional se negó, probablemente por consciencia de clase. Creo que no les
hace ninguna gracia que este tipo de cosas pueda ocurrir. Si hubiera habido
suficiente apoyo popular, algo similar al actual movimiento de ocupación de las
calles, posiblemente habrían tenido éxito.
Y no es el único proceso
de este tipo que está teniendo lugar. De hecho, se han producido algunos con
una entidad mayor. No hace mucho, el presidente Barack Obama tomó el control
estatal de la industria automotriz, la propiedad de la cual estaba básicamente
en manos de una miríada de accionistas. Tenía varias posibilidades. Pero
escogió esta: reflotarla con el objetivo de devolverla a sus dueños, o a un
tipo similar de propiedad que mantuviera su estatus tradicional. Otra posibilidad
era entregarla a los trabajadores, estableciendo las bases de un sistema
industrial autogestionado que produjera cosas necesarias para la gente. Son
muchas, de hecho, las cosas que necesitamos. Todos saben o deberían saber que
los Estados Unidos tienen un enorme atraso en materia de transporte de alta
velocidad. Es una cuestión seria, que no sólo afecta la manera en que la gente
vive, sino también la economía. Tengo una historia personal al respecto. Hace
unos meses, tuve que dar un par de charlas en Francia. Había que tomar un tren
desde Avignon, al sur, hasta el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. La
distancia es la misma que hay entre Washington DC y Boston. Tardé dos horas. No
sé si han tomado el tren que va de Washington a Boston. Opera a la misma
velocidad que hace sesenta años, cuando mi mujer y yo nos subimos por primera
vez. Es un escándalo.
Nada impide hacer en los
Estados Unidos lo que se hace en Europa. Existe la capacidad y una fuerza de
trabajo cualificada. Haría falta algo más de apoyo popular, pero el impacto en
la economía sería notable. El asunto, sin embargo, es aún más surrealista. Al
tiempo que desechaba esta opción, la administración Obama envió a su secretario
de transportes a España para conseguir contratos en materia de trenes de alta
velocidad. Esto se podría haber hecho en el cinturón industrial del norte de
los Estados Unidos, pero ha sido desmantelado. No son, pues, razones económicas
las que impiden desarrollar un sistema ferroviario robusto. Son razones de
clase, que reflejan la debilidad de la movilización popular.
Cambio climático y armas nucleares
Hasta aquí me he
limitado a las cuestiones domésticas, pero hay dos desarrollos peligrosos en el
ámbito internacional, una suerte de sombra que planea sobre todo lo el análisis.
Por primera vez en la historia de la humanidad, hay amenazas reales a la
supervivencia digna de las especies.
Una de ellas nos ha
estado rondando desde 1945. Es una especie de milagro que la hayamos sorteado.
Es la amenaza de la guerra nuclear, de las armas nucleares. Aunque no se habla
mucho de ello, esta amenaza no ha dejado de crecer con el gobierno actual y sus
aliados. Y hay que hacer algo antes de que estemos en problemas serios.
La otra amenaza, por
supuesto, es la catástrofe ambiental. Prácticamente todos los países en el
mundo están tratando de hacer algo al respecto, aunque sea de manera vacilante.
Los Estados Unidos también, pero para acelerar la amenaza. Son el único país de
los grandes que no ha hecho nada constructivo para proteger el medio ambiente,
que ni siquiera se ha subido al tren. Es más, en cierta medida, lo están
empujando hacia atrás. Todo esto está ligado a la existencia de un gigantesco
sistema de propaganda que el mundo de los negocios despliega con orgullo y
desfachatez con el objetivo de convencer a la gente de que el cambio climático
es una patraña de los progres “¿Por qué hacer caso a estos científicos?”.
Estamos viviendo una
auténtica regresión a tiempos muy oscuros. Y no lo digo en broma. De hecho, si
se piensa que esto está pasando en el país más poderoso y rico de la historia,
la catástrofe parece inevitable. En una generación o dos, cualquier otra cosa
de la que hablemos carecerá de importancia. Hay que hacer algo, pues, y hacerlo
pronto, con dedicación y de manera sostenible. No será sencillo. Habrá, por
descontado, obstáculos, dificultades, fracasos. Es más: si el espíritu surgido
el año pasado, aquí y en otros rincones del mundo, no crece y consigue
convertirse en una fuerza de peso en el mundo social y político, las
posibilidades de un futuro digno no serán muy grandes.
Noam Chomsky es profesor emérito del Departamento de
Lingüística y Filosofía del MIT. Universalmente reconocido como renovador de la
lingüística contemporánea, es el autor vivo más citado, el intelectual público
más destacado de nuestro tiempo y una figura política emblemática de la
resistencia antiimperialista mundial.
Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo
Pisarello
Tomados de Noticias Uruguayas http://noticiasuruguayas.blogspot.com/
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