Viernes, 06 de Julio de 2012 09:43
Manuel Cabieses Donoso
Cuando
un pueblo comienza a pensar su presente y a discutir su futuro, el
sistema de dominación se pone a temblar: es un síntoma claro que vienen
grandes cambios en la sociedad. Eso es lo que está sucediendo en Chile.
El artífice de este cambio -que va ganando terreno- es la protesta
social, que comenzó con los “pingüinos” y que más tarde resurgió en
Magallanes. La protesta desató el año pasado las movilizaciones de
estudiantes universitarios y secundarios más grandes que registra la
historia del país. La ira, fruto del pensamiento que hurga en la
realidad, se rebeló también en Aysén, Freirina, Pelequén y Coronel, y
detona casi a diario en el campo y en las ciudades, motivada por los
reclamos más diversos.
Desde las demandas históricas del pueblo mapuche -cuya lucha ejemplar e
indomable causa admiración-, hasta las sorprendentes acciones de los
deudores habitacionales en los centros urbanos, la protesta social
anuncia que la paciencia y la resignación han llegado a su fin. Ya no
son válidas las intermediaciones políticas. La humillación y el dolor
acumulados durante años, incuban un ¡ya no más! que se expresa dramático
en el calvario que tiene lugar en los consultorios, postas y
hospitales, incapaces -por más esfuerzos que hagan sus funcionarios- de
entregar la atención de salud que necesitan niños y ancianos. Así
también ocurre con las humillantes condiciones del transporte público en
Santiago -“¡nos tratan como animales!” es el grito crispado de
multitudes atascadas en el Metro, y en la superficie lo repiten miles de
hombres y mujeres que pierden gran parte del día esperando movilizarse
en el Transantiago-.
A la creciente protesta social se une la exigencia de los trabajadores
de un salario mínimo que permita ir emparejando la desigualdad. El
sindicalismo, sin embargo, es el sector que aparece más retrasado en
este proceso de recuperar la identidad luchadora que lleva adelante el
resto del pueblo. Es probable que se deba a la extrema facilidad con que
el empresariado puede hoy castigar con la cesantía a trabajadores
“alborotadores”. Pero esa relativa pasividad tiene también su origen en
la grave ofensa a la dignidad e independencia de la clase trabajadora
que constituye el maridaje de la CUT con el empresariado. La “Declaración de voluntades” que las directivas de la CUT y la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC)
dieron a conocer en marzo, es uno de los episodios más sucios en la
historia de la CUT y, sin duda, un tremendo factor de desaliento y
confusión para los trabajadores.
La protesta social necesita mostrar todavía mucha más fuerza para
imponer sus exigencias, que pueden resumirse en más democracia y más
igualdad. Hacia allá apunta la magnífica movilización de los estudiantes
universitarios y secundarios del jueves 28 de junio. Fue una vibrante
demostración de que el movimiento estudiantil no sólo no ha perdido
fuerza, sino por el contrario, ahora articula a nivel nacional a la
mayoría de los alumnos de la educación pública y privada. Revela también
el ejemplar proceso de maduración colectiva que produce la protesta
social. En este caso lo representan las cinco exigencias fundamentales
que el movimiento estudiantil universitario y secundario hace al
gobierno y al Parlamento (ver págs. 8 y 9 de esta edición). El documento
merece ser conocido por millones de ciudadanos, porque permite
comprender que la crisis de la educación guarda estrecha relación con
las demás manifestaciones de la crisis institucional, política, cultural
y social que vive Chile.
Se trata de un país escindido por la desigualdad, donde la clase
dominante se atrinchera en sus privilegios mediante una tupida red en
que la mercantilización de las relaciones sociales está garantizada por
los instrumentos de coerción del Estado. Los intereses privados
-mientras más cuantiosos más influyentes- han desplazado al bien común
de la naturaleza y estructura del Estado y de su Constitución Política.
La desigualdad ha adquirido carta de ciudadanía y es el eje rector de la
sociedad chilena.
El verdadero poder no radica en las instituciones del Estado sino en la CPC
y los gremios empresariales que representan a la minería, el comercio,
la agricultura, la industria, la construcción y los bancos e
instituciones financieras. Basta ver cómo el presidente de la República y
sus ministros de Hacienda y Economía han debido dar todo tipo de
seguridades a la CPC
sobre reforma tributaria, salario mínimo, flexibilidad laboral, etc.,
primero en sus propias oficinas y luego al conjunto de los gremios
empresariales en La Moneda. El gran empresariado no parece estar
contento con el desempeño del empresario Piñera como gobernante. Sus
medios de comunicación -que son casi todos- traslucen una crítica
persistente al gobierno. Lo acusan de debilidad e ineptitud que han
permitido que aflore la crisis institucional que la Concertación
mantenía más o menos a raya a través de la cooptación clientelar de sus
partidos, sindicatos y organizaciones sociales.
Por eso no sería extraño que en las próximas elecciones presidenciales
el empresariado entregara su apoyo a la candidatura de la Concertación.
Sin embargo, ya es tarde para “comprar” la paz social que necesita la
explotación capitalista. La crisis del sistema seguirá avanzando porque
no tiene solución en los estrechos marcos del Estado actual. Lo
demuestra la profundidad propositiva del documento de los estudiantes.
Sus cinco exigencias fundamentales abarcan el conjunto de la desigualdad
y la ausencia de participación democrática de los ciudadanos.
Solucionarlo significarían un cambio social y político profundo, que
sólo puede intentarlo una alternativa popular, democrática y socialista.
Hay que jugarse a esa opción de esperanza. MANUEL CABIESES DONOSO
Editorial de “Punto Final”, edición Nº 761, 6 de julio, 2012
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