Javier Parra
Decía Bertolt Brecht que las Revoluciones se producen en los
callejones sin salida, y la verdad es que si echamos un vistazo a los
últimos siglos rara vez no ha sido así.
Pocos serían capaces de negar que el pueblo español está siendo
conducido desde hace tiempo y por la fuerza a uno de esos callejones sin
que por el momento se haya producido un conato de revuelta lo
suficientemente importante como para abandonar la senda que han trazado
los enemigos del pueblo, que es el único nombre que merecen recibir los
que han dirigido los destinos de este país en las últimas décadas.
A mis 34 años pertenezco a esa generación a la que se le llamó
mediáticamente la “Generación X”, Generación JASP, Generación Nocilla o
Generación Afterpop. Una generación que fue considerada la generación
más preparada la de la historia de este país pero que tuvo que intentar
salir adelante en un entorno sobresaturado de universitarios donde la
competitividad y el individualismo era condición “sine qua non” para la
supervivencia laboral, lo que la hizo convertirse en una generación sin
conciencia de clase. La prueba es el significativamente bajo porcentaje
de personas de esa generación con implicación política en las
organizaciones obreras (políticas y sindicales).
Fue – y es – una generación víctima de la burbuja inmobiliaria, de
hipotecas abusivas y que por primera vez empezó a cobrar menos de lo que
cobraba la generación anterior, pero que en general contó con el
respaldo de los padres en los momentos en los que el paro llamaba a la
puerta. Fue la generación que vivió y sufrió el “aznarismo” y la entrada
en algo que a la postre resultaría fatal: el euro. Mientras tanto nos
decían: “¡España va bien!”, como quien le inyectaba una droga que la
llevaba a un estado de euforia y que pasado el efecto traería el
hundimiento.
Y el hundimiento no tardaría en llegar. Los años pasaban, las vacas
gordas se empezaron a morir de hambre y los colchones familiares
empezaban a no ser suficientes. Además estaban las tragedias que
acechaban a cientos de miles de personas sobre las que empezaba a
sobrevolar el fantasma del desahucio y a las que la hipoteca o el paro
creciente empezaba a conducir hacia ese callejón sin salida.
Y eso trajo lo que llamaron – mediáticamente también – Generación
Ni-Ni, ese sector de población de jóvenes procedentes de familias con
bajos ingresos que se terminan viendo obligados a abandonar la escuela a
una edad más temprana y que ni estudian, ni trabajan; jóvenes
desocupados que buscan su sitio, que tratan de encontrar un lugar en la
sociedad, que luchan para conseguirlo pero no lo logran. Buscan trabajo,
universidades, hacen filas, llenan formularios, acuden a entrevistas y
exámenes, pero sólo reciben negativas.
Para colmo, estos ya no cuentan con el colchón familiar con el que
contaba la generación anterior, y empiezan a sufrir medidas de recorte
que les hará mucho más dificil vivir, a ellos y a su familia. La
educación será para quien se la pueda pagar, la sanidad también.
Trabajarán cuando puedan, por la miseria que el patrón decida y sin
ningún derecho.
Esos jóvenes son de la misma generación que otra tan preparada como
la anterior, la de millones de jóvenes que aún pueden estudiar pero cuyo
futuro es mas negro aún. Ellos no han conocido las vacas gordas, están
creciendo sin nada, sin respaldo, también sin esperanza.
Y llegamos al callejón sin salida del que hablaba Bertolt Brecht.
Y en ese callejón, acorralados, los jóvenes empiezan a tener algo que
mi generación nunca tuvo: conciencia de clase. La implicación y la
formación política de los jóvenes empieza a cobrar una importancia
inédita en nuestro país desde hace más de 70 años. Al igual que los
revolucionarios rusos del siglo pasado devoraban la prensa obrera, ésta
generación devora información fuera de los canales oficiales que la hace
poderosa. Empiezan a experimentar nuevas formas de organización y
comunicación hasta el punto de provocar un estallido social que
sorprendió al mundo en 2011, pero que sin embargo no cambió nada excepto
algunas conciencias. Era sólo el comienzo.
No están solos, hay otras generaciones que les acompañan: las de
quienes crecimos políticamente atravesando el desierto de la
desideologización, la de quienes vivieron una transición fallida, la de
quienes fueron perseguidos y torturados durante la larga noche del
franquismo. Porque si algo hay de positivo en los tiempos que estamos
viviendo es que separarán el grano de la paja; lo que vale de lo que no.
Y afectará a todas las generaciones, a todas las organizaciones
políticas y sindicales, a todos los movimientos. Afectará al poder, a la
forma de entenderlo, a la política, a la sociedad, a la economía. Nada
ni nadie estará a salvo.
Y en ese entorno, en medio de la tormenta habrá una generación que
tendrá que tomar las riendas. Será una generación más formada
políticamente que las anteriores, con más conciencia, más reprimida y
maltratada por el Estado, pero más audaz que el Estado. Una generación
que crece sin nada, también sin miedo. Una generación que deberá
organizarse para crear, reforzar o transformar las herramientas que
sirvan a su clase y no a otra. Permítanme que a esa generación, que no
tardará muchos años en tomar las riendas, y quizá lo haga coincidiendo
con el centenario de otro callejón sin salida que estremeció al mundo,
la llame “Generación LENIN”
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