Indiferencia en Cuba: un fallo ideológico
Por Vincenzo Basile
En los últimos tiempos, el debate sobre
la pérdida de valores, activismo y participación -la indiferencia- entre
las generaciones más jóvenes de cubanas y cubanos se está convirtiendo
en uno de los grandes temas de discusión. Un debate por cierto muy
problemático, sobre todo cuando se trata de buscar causas y encontrar
soluciones a un fenómeno que, aunque tenga difusión prácticamente
mundial, se presenta profundamente antitético a la hipotética idea de conciencia social y democracia participativa que cinco décadas de Revolución deberían -o hubieran debido- implantar en Cuba.
Entre las explicaciones más aceptadas y
apreciadas para este fenómeno, la mayoría espacian desde lo económico
hasta lo ideológico; y todas identifican, con razón, un evento
desencadenante, es decir, lo que pasó en el mundo a finales de los años
ochenta.
Crisis de campo socialista. El emblema de
la guerra fría, el muro de la vergüenza, esa horrible blasfemia elevada
en nombre de un proyecto humano superior, se vino abajo y marcó el
futuro de Europa y del mundo. En dos o tres años, uno tras otro, los
regímenes de Europa Oriental manifestaron -más o menos espontáneamente-
la ausencia de una mínima estructura social o base política, y se
cayeron al suelo como castillos de arena. Luego, por razones distintas,
le tocó al imperio soviético.
En este sentido -según dicen los que
sostienen estas teorías- de repente Cuba se encontró sin socios
económicos y sobre todo sin referentes políticos e ideológicos. Lo que
desató consecuentemente una gravísima crisis económica y una quizás más
grave crisis ideológica. Las generaciones que nacieron en los años
noventa se encontraron entonces en la incertidumbre material, en la
escasez, en un entorno donde se iban difundiendo egoísmo y corrupción, y
al mismo tiempo sin un válido sistema de valores en que creer, ya que
lo que la Revolución trataba de profesar, en el mundo estaba enseñando
toda su debilidad.
Sin embargo, por muy correctas que estén todas estas argumentaciones, hay que hacer una consideración fundamental.
Merece ser remarcado que no existe
ninguna correlación automática entre crisis económica y pérdida de
valores, ideales, activismo y participación. Al contrario, en primer
lugar, a nivel empírico está largamente demostrado que son los mismos
países que se consideran actualmente entre los más ricos de mundo los
que más sufren el problema de la enajenación y de la apatía y, claro
está, esto tiene sus puntuales razones. Y en segundo lugar, la pobreza,
hasta la miseria extrema, la exclusión o la corrupción que derive, no
pueden considerarse frenos para el activismo o elementos que generan
automáticamente indiferencia. En este caso también, a nivel empírico,
los ejemplos son numerosos. Solo hace falta pensar en grandes eventos traumáticos que
han condicionado la historia mundial, desde la revolución francesa
hasta la vietnamita y pasando por la rusa, es decir, actos de pura y
poderosa participación -social y política- que se desataron precisamente
en contextos caracterizados por hambre, miseria, exclusión, corrupción,
profundas desigualdades y, en muchos casos, hasta miedo a represión y
represalias.
Si se considera todo esto, lo que se
concluye es que las razones económicas para explicar la pérdida de
activismo juvenil de hoy día, aunque tengan cierta influencia en el
desarrollo de estos fenómenos, no pueden asumirse como su principal
causa.
La misma Revolución cubana se desarrolló
precisamente sobre estas bases. En la Cuba de los cincuenta había
hambre, miseria, analfabetismo, corrupción, egoísmo y represión; y a
pesar de todo eso un grupo de jóvenes no se dejó vencer por la
indiferencia, ni por la apatía, y supo convertirse en movimiento y luego
ese movimiento se hizo pueblo y triunfó en Revolución, en otras
palabras, este pueblo se hizo nación.
La cuestión es precisamente esta: la nación. La nación no es el país, no es un territorio físico ni unas fronteras administrativas, la nación no es la República de Cuba; nación es
sentido de pertenencia, es una comunidad formada por individuos que
reconocen pertenecer a la misma por las más diversas razones, que sean
étnicas, históricas o culturales.
El
individuo que nace en un determinado lugar del mundo se encuentra
automáticamente colocado en un preciso contexto cultural. Pero, y esto
es lo más importante, su voluntad de ser parte de este proyecto, su
sentido de pertenencia, es algo que no se le presenta naturalmente, sino
que se le trasmite durante un largo proceso de socialización, a
través del cual al individuo se les enseñan los valores de la cultura
de la comunidad. Y este proceso se desarrolla fundamentalmente en dos
momentos: en la educación familiar y en las instituciones. En otras
palabras, familia e instituciones enseñan la nación.
Y si por el lado de las familias los
aspectos ideológicos se funden con los económicos para justificar la
pérdida de los valores y en un momento de profunda crisis económica
-como la que atravesó y sigue atravesando Cuba- los padres, los primeros
educadores de las nuevas generaciones, no saben -o hasta no quieren-
trasmitir determinados valores a sus hijos, profesando el credo del “sálvese quien pueda”;
por el lado de las instituciones la justificación económica no se
sostiene y lo único que queda es reconocer que existe un problema
ideológico de base, que ha habido un defecto en las instituciones en su
fundamental tarea de trasmitir determinados valores, en su esencial
misión de enseñar la nación a los futuros ciudadanos.
A raíz de todo esto, cuando se afirma que
en Cuba algo no está funcionando porque las nuevas generaciones están
creciendo apáticas, indiferentes o hasta desconectadas con la realidad
que viven, se debe concluir necesariamente que en la Isla, más allá que
un problema de naturaleza económica, ante todo existe un problema de
tipo ideológico que ha provocado un fallo en la enseñanza de la nación.
El problema surgió cuando se perdieron
los referentes ideológicos internacionales, por las causas citadas al
principio; cuando por el mundo empezaron a venirse abajo los valores
profesados por la Revolución. Entonces lo que pasó fue que el temor por
no resistir frente a lo que estaba ocurriendo y encontrarse aspirados
por el efecto dominó que se había desatado, y una
burocratización al estilo soviético de la cultura en general se
ajuntaron para convertir la enseñanza de la nación en una serie
de dogmas desde el pasado y consignas que no se sabían explicar y solo
se debían inculcar mecánicamente para garantizar y legitimar el
mantenimiento del status quo.
Eso fue el error más grande y casi incomprensible. Cuba tiene un capital humano,
histórico y cultural único en su género. Como cualquier país
postcolonial es una cuña de héroes, emblemas humanos cuyos valores van
mucho más allá de cualquier estrecha ideología relacionada con un
determinado momento histórico.
Los héroes de la independencia, de la
república, de la lucha clandestina, de la Revolución, los Cinco héroes
de la contemporaneidad. Héroes distintos, de etapas y luchas distintas,
guiados por objetivos distintos -lucha anticolonial, clandestina,
antiimperialista, internacionalista, antiterrorista- pero
fundamentalmente unidos en el mismo valor -se le llame patria, república, independencia, revolución- que sencillamente se traduce siempre en la unidad de la nación. Y esta unidad nacional hay que explicarla, fomentarla, trasmitirla en su esencia más pura y profunda.
Mientras que las instituciones cubanas -escuelas y sobre todo organizaciones juveniles- continúen desperdiciando este poderoso capital, “trasmitiendo” valores a través de un decreto supremo que dicte un “Patria o Muerte” o continúen educando a golpes de consignas -que sea un “Venceremos”, un “Pioneros por el comunismo: ¡Seremos como el Che!” o un “Liberen a los Cinco héroes”-,
que no estén acompañadas por una auténtica y profunda convicción en
cada palabra que se afirma, el riesgo es que la indiferencia seguirá
difundiéndose siempre más y la cultura nacional, la que debería
enseñar a los jóvenes como convertirse en ciudadanos, se irá plasmando
en una opaca fotografía del pasado que solo enseña inmovilismo y apatía,
no dejando ningún espacio para la imaginación.
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