miércoles, 28 de septiembre de 2011

ECONOMÍA PARA LOS QUE ODIAN EL CAPITALISMO

(Análisis crítico del libro Lucro Sucio de Joseph Heath)
                                                                                                                                                                                               
Joseph Heath, el autor de Lucro Sucio: Economía para los que odian el capitalismo, es un profesor universitario defensor del mercado, que un buen día cayó en la cuenta de que no era perfecto y había que mejorarlo, dedicando su libro a redimirlo.

A lo largo de sus páginas, mezcla hábilmente churros con merinas, poniendo una vela a dios y otra al diablo, y manteniéndose equidistante entre las posiciones de derecha e izquierda (e incluso demostrando en algunas ocasiones mayor simpatía teórica hacia esta última), pero sin olvidar en ningún momento para quien trabaja. Por eso, aunque ni quita ni pone rey, a la hora de la verdad, ayuda a su señor el capital, aunque de vez en cuando se permita algún guiño de izquierdas para colar mejor su mercancía averiada.
 
Como “progre” digno de ese nombre, nuestro pedagogo se erige en paradigma de la objetividad, la independencia y la cordura, rezumando imparcialidad por los cuatros costados y razonando con la lógica aplastante que se supone adorna a un reputado especialista en políticas públicas. Y para que nadie dude de su ecuanimidad  - y de paso contentar a los que, de un signo u otro, pudieran adquirir su libro -, contrapone 5 falacias de la derecha a 5 de la izquierda, haciendo que la cosa termine en un empate honorable, sin vencedores ni vencidos, con medio niño para cada uno como dispuso sabiamente el Rey Salomón, y todos tan contentos.
 
Rizando el rizo, llega a aventurar que hasta “podríamos tener eficiencia capitalista e igualdad socialista al mismo tiempo”, matrimonio contra natura que dejaría a la mismísima cuadratura del círculo a la altura del barro. Sus simpatías le llevan a “compartir el malestar que la mayoría de la gente siente ante el sistema capitalista”, llegando incluso a reconocer “que la suma de un conjunto de intereses individuales no es lo mismo que el interés del grupo, porque lo bueno para el individuo no tiene porque ser bueno para la especie”, concluyendo su docta disertación con que lo malo son los fallos del mercado, no el capitalismo en sí, ya que desde el momento en que “algún tipo de capitalismo regulado es la única forma plausible de organización económica”, la suerte está echada. Y al igual que Fukuyama vislumbró desde la cima de su torre académica el fin de las ideologías, su homónimo canadiense, para no ser menos, sitúa en el podio de las conquistas humanas al mercado:
 
“El comunismo, por simplificar, es la idea de que, en la economía, el estado debería hacerlo todo, y el neoliberalismo la opinión de que el estado no debería hacer nada.
El neoliberalismo fue, en esencia, la aplicación a la sociedad humana de los postulados darwinianos. Adam Smith mostró que si un mecanismo ciego como la naturaleza era capaz de lograr el orden sin una dirección consciente, de la misma manera el mercado podía proporcionar una asignación óptima de los bienes (todo para unos y nada para otros como mandan los cánones).  
 
Con arreglo a esa premisa, se desarrollaron dos tipos de liberalismo, uno que considera que el mercado se basta a sí mismo y no requiere de ningún gobierno ni regulación, y otro que defiende la necesidad de un estado para que los individuos respeten los derechos de los demás, aunque afirmando que ésta es su única función legítima y abogando por un estado mínimo”.

Liberalismos ambos que rechaza una persona tan moderada y sensata como Mr.Heath, partidaria de regular el mercado para que no se desmande, porque “el capitalismo no es un orden espontáneo. No se puede conseguir una economía de mercado a base solo de interés propio. Para que funcione, el estado debe encargarse de hacer cumplir sus reglas. Y aplicar las reglas requiere una autoridad, para lo que se necesita un gobierno”.
 
El mercado precisa de alguien que lo sostenga, respalde y defienda, porque como señaló Hobbes: “los pactos sin espada no pasan de palabras”, de humo que se lleva el viento.
Se necesita al estado como garante del mercado. Como leal subalterno suyo, su misión es acudir solícito en su ayuda cada vez que el mercado se meta en problemas o se lo reclame. Más no satisfechos de su actuación “los conservadores culpan a las dádivas del gobierno de minar la confianza de la gente en sí misma y de premiar malas conductas”, lo que sin duda deprime terriblemente a los banqueros rescatados con dinero público de la bancarrota, así como a los empresarios que por culpa de las múltiples desgravaciones, subvenciones y bonificaciones recibidas, no consiguen conciliar el sueño.
 
Lógicamente, para agenciarse los recursos que necesita, el estado tiene que recaudar impuestos, lo que le convierte “en el más importante actor económico”. Apunta Mr. Heath que “los impuestos castigan a los sectores más productivos”; sin duda los trabajadores, ya que las grandes fortunas se valen de mil artimañas para eludir sus obligaciones fiscales. Y es que, a escote, el estado no les resulta nada caro, siendo la más rentable inversión para ellas.
 
“Lo importante no es el nivel de impuestos, sino lo que la gente desea obtener del estado. El estado debería proveer soluciones del tipo café para todos solo cuando sean mejores que la alternativa personalizada que ofrece el mercado. Ahora bien, la gente que aboga por la superioridad del suministro privado frente al público por sus mayores posibilidades de elección, con frecuencia exagera la variedad de los mercados privados, subestimando la del sector público”… como han tenido ocasión de comprobar quienes poseyendo un seguro privado han visto como se les denegaba un tratamiento demasiado costoso o la compañía daba de baja su póliza por no serle rentable.
 
“Los impuestos son básicamente una forma de compra colectiva obligatoria. Con sus impuestos usted paga una amplia variedad de bienes públicos aunque no los utilice. Los grupos que se oponen a ellos proclaman el día libre de impuestos en el que los ciudadanos dejan de trabajar para el gobierno y empiezan a trabajar para ellos mismos. Pero usted no trabaja para el gobierno si sus hijos van a una escuela pública, conduce por carreteras públicas o acude a un hospital público: simplemente está financiando su propio consumo.
 
Y por la misma razón se podría declarar el "día libre de hipotecas", en el que los propietarios de casas "dejan de trabajar para el banco y empiezan a hacerlo para sí mismos". Pero los propietarios de casas no "trabajan para el banco", si son ellos los que viven en la casa y no el director del banco.
Es la gente la que produce y consume; instituciones como el mercado o el estado no producen ni consumen nada: constituyen tan solo mecanismos para coordinar la producción y el consumo”.
Mr. Heath establece una acertada analogía entre el estado y lo que “cada comunidad de propietarios ofrece a sus miembros: una serie de servicios que se pagan a través de cuotas. Si éstas disminuyen, habrá más dinero para gastar en los bolsillos de los vecinos y menos por parte de la comunidad. Las reducciones de impuestos tienen el mismo efecto: significan menos dinero en escuelas y sanidad, y más en coches, ropa, muebles y viviendas. Se puede ver ahí lo absurdo de decir que los impuestos son intrínsecamente malos, o que siempre es mejor impuestos más bajos que impuestos más altos. Manifestar como hizo Milton Friedman que cualquier reducción de impuestos es buena, equivale a decir que la mejor cuota de comunidad es la cuota más baja”, o que el coche más barato es el mejor. 

Una soberana memez.
“El estado proporciona un bien público que solo debe proveer en caso de fallo del mercado. Necesitamos un estado porque el mercado no puede hacerlo todo; pero que los mercados no consigan resultados eficientes, no significa que el estado sepa hacerlo mejor”, ni que vaya a ser más competitivo que él. La voz autorizada de Mr. Heath nos desvela que el mercado no es omnipotente ni perfecto como se nos había dicho, y que tiene defectos, vicios y flaquezas como cualquier hijo de vecino. La sociedad tiene que asumir que “siempre habrá sectores que no serán competitivos”, (¿como por ejemplo la policía, los políticos, los jueces, los ancianos o los pobres?), y critica que “si los conservadores apoyan el gasto en ley y orden, defensa nacional e infraestructuras… ¿por qué no también en vivienda pública, educación pública, sanidad pública, pensiones, desempleo y cuidado del medio ambiente?... pues porque habiendo un mercado de bienestar, el estado de bienestar sobra. Que cada cual vaya a él y compre la ración de felicidad a que se ha hecho acreedor.
 
Por eso, “cuando el estado del bienestar proporciona un determinado bien, lo hace a muy bajo nivel, dando libertad a los consumidores para que satisfagan su derecho a comprar más cantidad de ese bien en los mercados privados”; cosa comprensible, ya que ofertar estado y mercado lo mismo a la vez constituiría competencia desleal. A pesar de ello, sus detractores argumentan que “si el gobierno regalara queso, la gente comería demasiado queso, así que ¿por qué dar sanidad gratuita”, a lo que Mr. Heath responde brillantemente que la sanidad gratuita representa un seguro para proteger al individuo contra contingencias adversas, y que su cobertura sea pública o privada, solo cambia su alcance, universal o no, sin que ello afecte a su calidad.
 
En todos los seguros se dan abusos y fraudes, tanto de los propios asegurados como de las compañías aseguradoras, y todos los seguros reducen el grado de responsabilidad personal, permitiendo endosar a terceros las consecuencias de las propias acciones (como sucede con el conductor temerario que provoca accidentes de tráfico), pero se siguen contratando, porque sus ventajas compensan sobradamente los inconvenientes.
 
“Las aseguradoras quitan dinero a algunas personas en forma de primas, para dárselo a otras en forma de indemnizaciones o prestaciones. Pero más que una redistribución de fondos, lo que hay es un acuerdo para compartir riesgos” (enfermedad, despido, vejez, accidente, catástrofe natural, etc.).
Cuando los conservadores ven a una persona pedir limosna en la calle no echan mano automáticamente a su cartera, sino que se preguntan ¿cómo llegó a esa situación? ¿por   qué es mi responsabilidad pagar su cena?”, dando por sentado que cada individuo es dueño de su vida y que todo lo que le ocurra será culpa suya, con independencia de las circunstancias que le rodeen. Lo que ocurre es que el medio nunca es neutral y la fuerza de la colectividad resulta mucho más poderosa que la del individuo. Pero ellos solo admiten la responsabilidad personal, descartando la de la sociedad. Responsabilidad personal que, no hace falta decirlo, se torna anónima y desaparece tan pronto se pisa terreno económico.
 
“La conducta insocial se justifica por efecto de la pobreza, el racismo, etc.”, reprocha nuestro distinguido docente, ignorando que las únicas conductas insociales que siempre se perdonan y justifican por reprobables que sean, son las de los ricos. Para impunidad la suya.
 
La redistribución tiene, por principio, para nuestro autor,   connotaciones negativas.   Mr. Heath abomina de ella, acusando a “la gente de izquierda de defender, en esencia, la igualación por abajo”, cuando igualar por abajo y desigualar por arriba constituye una especialidad clásica de la derecha, patrimonio de la humanidad.
 
Nadie defiende con más ardor que ella que todos los ciudadanos deben contribuir en idéntica medida a sostener al estado, con independencia de su nivel de renta y situación económica. Criterio que nuestro profesor secunda con entusiasmo, proponiendo que los impuestos graven el consumo (los bienes que pagamos todos por igual), en vez de los ingresos. Política del embudo que se resume en: todas las cargas para los de abajo, todos los beneficios para los de arriba. “Socialismo de los tributos” que complementa a la perfección el “liberalismo de las ganancias”. De lo que se trata es de establecer límites a la hora de contribuir, no de enriquecerse, por lo que existe un salario mínimo, pero no uno máximo.
 
“En nombre de la igualdad mucha gente se opone a la sanidad privada o a los colegios privados pero a no ser que pueda demostrarse que el beneficio de la persona rica genera daños a los pobres, este impulso igualitario representa igualar por lo bajo”, advierte seriamente Mr. Heathpero mi querido amigo, fomentar artificialmente las diferencias, construyendo una sociedad dual, con ciudadanos de primera y de segunda clase…   ¿se le antoja que puede ser nocivo para alguien?... Un estudiante mediocre, que provisto del título de una universidad prestigiosa le roba el puesto a alguien más competente que él que no lo posee, ¿le parece correcto?... Solo los mejores deberían acceder a los sitios mejores, y no los más ricos… ¿o acaso piensa usted de otro modo?... Lo increíble es que haya que enseñarle esto a alguien del gremio académico.
 
“La desigualdad no es un fallo del mercado. El mercado es transparente con respecto a la igualdad: ni la favorece ni la perjudica. Si tenemos una distribución desigual de los medios de producción, el mercado producirá una distribución de la renta desigual”, señala Mr. Heath, lo que significa que si dejamos operar libremente a las fuerzas del mercado, el resultado, como cuando un peso pluma se enfrenta a uno pesado, está cantado de antemano: el más débil será noqueado a las primeras de cambio.
Nuestro pedagogo favorito rechaza   de plano “la igualdad que se consigue a costa de perder eficiencia, porque favorecer la igualdad sin considerar la eficiencia es mostrar una absurda indiferencia por el bienestar humano”, ya que, según él, la eficiencia, es decir la creación de riqueza, debe prevalecer sobre la igualdad, o lo que es mismo su reparto. De ahí que considere preferible una sociedad desigualitaria, con exceso de alimentos, donde la gente se muera de hambre, como la nuestra, a otra igualitaria y sencilla, donde nadie carezca de sustento, pero no pueda haber ricos.
 
Actuar sobre los precios, y “el salario es un precio”, Mr. Heath lo conceptúa una medida errónea porque distorsiona el mercado (todo lo que tiende a igualar a las personas, genera indefectiblemente ese efecto adverso), sentenciando que “la justicia debería aplicarse a la distribución de la renta y no a los precios. Ayudar a los pobres no puede consistir en convertirse en uno de ellos”, así que mejor ayudar a los ricos, que igual se pega algo.
 
Así se entiende que “el salario mínimo no le parezca un mecanismo adecuado para solucionar la pobreza”, ya que pudiendo hacer trabajar a la gente por la comida, no hay porque pagarle más de la cuenta, ni inventar cosas raras. Un pronunciamiento tajante que disipa cualquier ambigüedad: “el salario es el precio del trabajo, pero lo que determina su cuantía no es el valor de lo que produce el trabajador, sino lo fácil que resulta reemplazarlo”.
 
No se puede expresar una brutalidad mayor con más delicadeza. Poco importa lo que el empleado se esfuerce, valga, produzca o rinda, sus necesidades, grado de preparación o entrega: solo cuenta lo prescindible que sea. El mercado no establece diferencia alguna entre él y un tornillo: antes o después, están predestinados al desguace.
 
El avance social se nota en que, a diferencia de los antiguos esclavos que no poseían sindicatos, ni iban al paro, los modernos esclavos asalariados gozan del  privilegio de ser despedidos y yacer en la miseria, lo que no es moco de pavo. De esclavos forzosos han pasado a la condición de esclavos voluntarios, y de ser capturados, a ofrecerse a precio de saldo. Y como el kilo de derechos humanos no se ha actualizado con la inflación, los margenes se han disparado.
 
Por supuesto que nadie ha podido constatar que “elevar el salario mínimo genere desempleo”, por la sencilla razón de que no es cierto. Si los altos salarios fueran enemigos del empleo, ¿por qué en Alemania, Suecia o Japón, no están todos sus ciudadanos en paro, y en África sí?...  ¿por qué ganar más resulta válido para los empresarios pero no para los trabajadores?... ¿quién determina que ese tenga que ser el reparto adecuado, salvo la desigual correlación de fuerzas?... ¿cómo se puede afirmar que lo que beneficia a la mayoría, resulta perjudicial para la economía?... ¿para la economía de quién?
Mr. Heath lo   justifica aduciendo que “hace falta un mecanismo, el salario, que lleve a la gente a las ocupaciones en que se más se la necesita y la aparte de las saturadas. El hecho de que en determinadas ocupaciones sea imposible ganar un salario suficiente para vivir no significa que se cometa una injusticia, sino que no se requiere gente en esa ocupación, porque ya hay demasiada”… ¿y entonces por qué se la sigue contratando para ejercerla?... ¿por filantropía?... ¿para que se sienta más útil?...
 
Nuestro guía intelectual omite que en cualquier relación de trabajo tienen que quedar cubiertas las necesidades de ambas partes, no solo de la más fuerte. Resulta tan evidente que la justicia, y no solo la producción eficiente  de bienes, tiene algo que ver con la felicidad y el bienestar humanos, que enseguida repliega velas: “aunque el salario mínimo no representa una herramienta útil para luchar contra la pobreza, personalmente apoyo la existencia de un salario mínimo en un nivel razonablemente alto; pero mi defensa de él se basa totalmente en consideraciones no económicas: las retribuciones salariales por debajo de un cierto nivel son incompatibles con la dignidad humana”...  ¡atiza!... ¿con qué nos quedamos, con salarios insuficientes para vivir, o con sueldos “razonablemente” altos que preserven la dignidad humana? ¿acaso ignora que la justicia y la dignidad humana son conceptos ajenos al mercado, que éste ha abocado a la quiebra y no tienen cabida en él?... Sus bienintencionadas palabras, sin medidas concretas que las avalen, suenan a brindis al sol, con champán y caviar ruso, sobre la cubierta de un yate... ¡chin, chin, y ésta por los pobres, porque nos duren muchos años!
 
¿A quién quiere engañar cuando sabe usted mejor que nadie, que el estado de bienestar no es más que un vestigio a extinguir del pasado, proveniente de la época en que el capitalismo para competir con éxito con el comunismo se vio obligado a realizar unas concesiones a los trabajadores, que ahora tiene que recuperar por vía de urgencia? “Aunque un estado de bienestar generoso no perjudica al crecimiento económico”, es algo que atenta contra el mercado, como nos recuerda la sentencia del Tribunal Supremo de EEUU, que en 1905 anuló la ley que prohibía a los empleados de panaderías trabajar más de 60 horas a la semana,  argumentando que “eran personas adultas y no pupilos del estado”, y por tanto libres de contratarse como esclavos si ese era su deseo, algo que Mr. Heath, pudorosamente, rechaza, suponemos que por vergüenza ajena.
 
Tribunal Supremo que, celoso de sus atribuciones, prohíbe suicidarse a los ciudadanos, excepto si lo hacen reventándose a trabajar, como ocurrió con los miles de niños y mujeres que, en los albores de la revolución industrial, perecieron en masa en fábricas y minas, tras realizar jornadas agotadoras y esfuerzos sobrehumanos. La ley no permite matar con pistola, pero sí de hambre; lo primero se considera un acto de violencia y lo segundo de libertad. Que el mercado de trabajo constituye un intercambio libre, equilibrado y totalmente voluntario no lo discute nadie. Y el jefe que no se porte bien, que tenga mucho cuidado, o el día menos pensado su empleado lo pondrá de patitas en la calle.
 
Mr. Heath reniega del  “anticuado concepto marxista de que en todas las relaciones de intercambio hay plusvalía”, cómo si los beneficios surgieran mágicamente  de la nada, por generación espontánea, como el conejo de la chistera del mago. No ha debido enterarse todavía de que la retribución del trabajo representa el principal obstáculo que el capital tiene que vencer para lucrarse - por lo que cualquier medida que favorezca su rebaja es bien recibida y jaleada con fervor por sus corifeos - , y que son la falta de seguridad, el paro y los bajos salarios, los principales incentivos para forzar a los humanos a trabajar más horas, más duro y con mayor intensidad. De ahí, que como la mano invisible del mercado, soberana e insobornable, se encarga de dar a cual lo que le corresponde, la huelga, al estrujarla, supone un robo.
 
Más negando esa pugna eterna entre capital y trabajo,   nuestro hombre insiste en que “el comercio resulta beneficioso aunque el intercambio sea injusto, porque favorece la eficiencia”, como demuestra la deuda galopante que asfixia a los países del Tercer Mundo. Cobrarles mucho más por nuestros productos de lo que les pagamos por los suyos, supone hacernos dueños de su economía de forma elegante e incruenta... ¿y cómo   puede Mr. Heath sostener impertérrito que en todas las transacciones las dos partes ganan, cuando hasta él mismo ha reconocido que si las condiciones de partida están desequilibradas, el resultado no puede ser bueno para ambas?
 
Apostar porque “la subida de precios, en respuesta a la escasez, es la principal ventaja del sistema económico capitalista: los recursos emigran hacia donde obtienen mayor provecho. Si hay escasez de trigo, se producirá una puja de precios que solo pagará aquel que vaya a darle el mejor uso”, implica que solo comerá, trabajará o se curará el que el mercado decida. Y si el mercado determina que resulta más rentable alimentar al ganado que al hambriento, ¿quiénes somos nosotros, míseros mortales, para llevarle la contraria e infringir sus divinos mandatos?   Aunque por mucho que “la función de los precios sea racionar los bienes y acomodarlos al nivel de existencias”, el sentido común indica que la mejor respuesta a la escasez no consiste en subir los precios, sino en distribuir de forma racional los bienes, permitiendo que todo el mundo tenga acceso a ellos.
 
Da igual que Mr. Heath objete que “cuando el mercado se abandona a sus propios mecanismos, el movimiento de precios asegura que el trabajo y los recursos emigrarán hacia donde mejor se puedan emplear”:   los paraísos fiscales o la inversión en armas prueban lo contrario. Los hechos demuestra que “si bien el teorema de la mano invisible establece que un mercado perfectamente competitivo es perfectamente eficiente, el teorema del segundo óptimo, matiza que un mercado casi perfectamente competitivo, pero en el que algo falla, no tiene porque ser más eficiente que un mercado no competitivo”, es decir que un mercadillo cualquiera de los de toda la vida. Tal para cual. Doctrina de pacotilla para mercados de chicha y nabo.
 
Si alguien ha visto alguna vez un mercado perfectamente competitivo, que lo diga y ganará fama imperecedera. No encontrará ninguno, por la sencilla razón de que no existe, ni se ha inventado todavía. Y aunque “un mercado perfectamente competitivo sea perfectamente eficiente, cuando el mundo real se desvía del mundo ideal de la competencia perfecta, la mejor aproximación a la competencia perfecta que se pueda conseguir, generará un resultado peor que un mercado casi perfectamente competitivo”.
En ese “casi” reside el quid de la cuestión. Nuestro erudito profesor lo aclara con un ejemplo bastante ilustrativo: imagine que desea ir usted en avión de vacaciones a Hawai, aunque también podría marchar a Las Vegas en coche, lo que le saldría bastante más barato, pero le resultaría la mitad de divertido. 

Lamentablemente, usted no posee el dinero suficiente para llegar a Hawai, así que ¿qué preferiría, realizar el 98% del viaje a Hawai, que es hasta donde alcanzan sus fondos, quedándose en algún punto cercano del océano, u optaría por ir a las Vegas conformándose con obtener el 50% de satisfacción, en vez del 98% que le aportaría Hawai?
 
La elección está clara. Al igual que la competencia imperfecta ni vale para nada, ni nos lleva a ningún lado, “conseguir lo que más se aproxima a lo mejor, tampoco tiene porque ser necesariamente mejor que decantarse por algo totalmente diferente”. Hasta el punto que, incluso cuando la competencia es perfecta, si alguno de sus presupuestos falla, la eficiencia se derrumba por su base, y la brecha entre teoría y realidad se vuelve insalvable. Ahí es donde la ortodoxia neoliberal naufraga y demuestra su incapacidad para afrontar los problemas que se le presentan.
 
Quizá algún día los precios puedan guiar algún día a la humanidad a la Tierra Prometida como Moisés a su pueblo, pero a eso se le llama fe, creencia, y no ciencia. Y mientras llega ese momento esplendoroso, recurrir a los precios no resulta más útil que invocar a los espíritus, porque su grado de superchería es similar, y sus manifestaciones se encuadran más dentro del campo de los fenómenos paranormales que de los racionales.
Si “oferta y demanda son la misma cosa, y cada vez que alguien vende algo, otra persona debe comprarlo”... ¿por qué se destruyen excedentes?...  Y si “crear puestos de trabajo es algo que la economía hace por sí misma”... ¿qué es el paro entonces, una anomalía de la naturaleza como un ternero con dos cabezas?... porque predicar que “no existe el desempleo inducido tecnológicamente”, nos hace sospechar que éste sea inducido artesanalmente: aunque lo único constatado hasta ahora es que el mercado genera paro en la misma proporción que exceso de bienes.
 
Su solvencia profesional, querido profesor, queda en entredicho cuando defiende que “las recesiones son un fenómeno monetario causado por un fallo en la circulación de dinero” , porque eso no explica por qué deja de circular el dinero y se cansa de trabajar. ¿es la fatiga monetaria una nueva enfermedad del capital descubierta por usted?
 
Me temo que su estabilidad mental empieza a tambalearse peligrosamente. La economía de mercado tiene tanto de ciencia como de religión. Y cuanto más trata usted de exonerarla, más la pone en evidencia, al igual que cuanto más se agita la mierda, peor huele.
 
La coherencia es una virtud ausente en usted que, si primero declara que “la diferencia salarial entre los altos ejecutivos y el resto de empleados no ha dejado de crecer, y desde los años 80 del siglo XX, en EEUU ha habido un descenso en la participación del trabajo en la renta nacional, declive que ha sido todavía más pronunciado en Europa o Japón”, después lo desmiente sin rubor alguno, proclamando que “las naciones industrializadas no han visto producirse ningún incremento significativo de la desigualdad económica en la pasada década, ni tampoco es esa la tendencia dominante”,   como si hubiera leído las estadísticas con las gafas puestas del revés, o hubiera experimentado un súbito desdoblamiento de personalidad, mutando al doctor Jekyll en su contrafigura Hyde... Aclárese, hombre, que nos vuelve usted locos. Sea más riguroso, no confunda datos con opiniones, y ganará algo más de credibilidad.
 
Desde los tiempos más remotos, la riqueza ha sido el botín del saqueo. La principal diferencia con el pasado es que, ahora, las conquistas económicas han sustituido, en general, a las bélicas. Los vivos son más útiles que los cadáveres, que no trabajan ni a tiros.
 
El reparto de riqueza no supone una lacra para la economía, sino para los ricos, pero parece como si por un extraño fenómeno de ósmosis inversa, cuanto peor se distribuye y más despoja el mercado a la gente, mejor vive ésta.
 
El mercado produce ricos y pobres con la misma naturalidad con que las vacas producen leche. Cuanto más ganan las empresas, mejor nos va a todos, aunque los trabajadores cobren menos y los consumidores paguen más. Lo que es bueno para los ricos, es bueno para los demás. No en vano, son ellos los que tiran del carro, crean empleo, dan de comer a la gente, se dejan la piel trabajando, y antes renunciarían a comprarse un yate que permitir que uno solo de sus semejantes se muriera de hambre. Que si los explotan lo hacen por su bien, porque nadie sabría sacarse tanto partido a sí mismo como consiguen extraerle ellos.
Pero si realmente el objeto de la economía fuera “maximizar la producción”, esos multimillonarios a los que tanta devoción profesa usted, deberían ser eliminados como cualquier otra plaga por su condición parasitaria. La mayor parte de los empleos que generan son ficticios, ya que utilizan a los trabajadores para satisfacer sus aficiones, caprichos y manías personales, sin provecho alguno para la sociedad. La interminable nómina de criados, chóferes, institutrices, jardineros, escoltas, secretarios, ayudantes, manicuras, peluqueros, dietistas, entrenadores, guardas, cuidadores de animales, etc., que tienen a su servicio, dan cumplida cuenta de ello.
 
Y tampoco fuera de sus mansiones   palaciegas la cosa mejora mucho, como demuestra la legión de profesionales y artesanos dedicados a distraer su ocio con fiestas, joyas, adornos, diversiones y diseños, o los modistos que retocan una y otra vez los trajes de vestir de sus adineradas clientas para ajustarlos a sus cambios de humor… ¿o acaso cree usted Mr. Heath que la máxima productividad se identifica con el mayor número de costuras y puntadas dadas a la ropa?... El lujo además de improductivo, resulta superfluo y nocivo. Servirle una taza de té a la Reina Isabel II de Inglaterra, algo al alcance de un niño, requiere movilizar un séquito de 20 personas. Y lo mismo, pero a escala corregida y aumentada, sucede con los miles de millones de horas de trabajo enterradas en las Pirámides, que no consiguieron salvar el alma de los faraones, pero lesionaron gravemente los cuerpos y vidas de sus súbditos. Hechos similares se siguen produciendo a diario y llenarían una antología del disparate. La acumulación de despropósitos es un subproducto típico de la acumulación riqueza.
 
Nadie salvo los más grandes magnates destina tierras fértiles a la caza, en vez de cultivarlas, y serán también ellos los únicos, que cuando el petróleo escasee y se ponga por las nubes, podrán seguir llenando tranquilamente el depósito de su deportivo aunque el agricultor no pueda llenar el de su tractor.
Riqueza y eficiencia se repelen mutuamente. La megalomanía, el despilfarro de recursos, la infrautilización de facultades de sus semejantes y las pomposas ceremonias de exaltación y afirmación de superioridad, alimentadas por el exceso de riqueza, siguen estando a la orden del día, tan vivas y actuales hoy como hace diez mil años.
 
Plantea Mr. Heath, que hay que “pagar a la gente por el valor del servicio que proporciona”, cuando de hacerlo así, a la criada habría que retribuirla no por la cantidad de polvo que quita o los metros cuadrados que limpia, sino por lo que gana su dueño trabajando fuera de casa durante el tiempo que requiere asearla, cocinar, lavar, planchar,  etc.; ingresos que su propietario perdería si tuviera que realizar él personalmente las faenas domésticas. Y al cirujano, policía o bombero que salva la vida de una persona, ésta le tendría que recompensar con todos sus bienes y fortuna, cosa que no ocurre e invalida tan peregrino argumento.
 
Sin embargo, opina Mr. Heath, merece ganar más el que más arriesga, como si arriesgarse fuera jugar en bolsa y no quedarse sin trabajo; perder el dinero invertido, en lugar de la vida debido a accidentes laborales o enfermedades profesionales, desgracias que no afligen a los hombres de negocios. Y ni aún en el más desfavorable de los escenarios, el peligro de arruinarse supera al de ser despedido.
Subraya Mr.Heath que “está bien que se le pague a la gente una renta aunque no haya hecho nada para ganarla” (es decir sin dar ni golpe, solo por ceder su dinero),  pero con mayor motivo tendrán que cobrar entonces los que, por un fallo del mercado que no crea suficientes puestos de trabajo, no pueden ganarse honradamente la vida… ¿o es que el dinero tiene derecho a percibir remuneración en cualquier circunstancia, tiempo y lugar, y los humanos no?
 
El mercado apunta Mr. Heath “echa fuera al perezoso, al  irresponsable y al inepto”… sí, tanto como premia al tramposo, al corrupto, al sinvergüenza y al defraudador… ¿y al final cual pesa más en la balanza? Con el agravante de que habitualmente   el vago es un sinvergüenza, con lo que en el mercado se junta lo mejor de cada casa.
 
Lavarle la cara es imposible.
 
Pretender regular el mercado es como tratar de civilizar la selva. Los predadores necesitan campar a sus anchas, y solo ellos se frenan entre sí, marcando territorios y jerarquías.
Cuando se desclasificaron e hicieron públicas las cintas del Watergate, éstas revelaron que los máximos ejecutivos de la industria del automóvil norteamericana presionaron con éxito al presidente Nixon para que no les obligara a introducir medidas de seguridad en los coches, porque los japoneses podían realizarlas a 1,50  dólares la hora frente a 7 dólares la hora que les costarían a ellos, lo que impulsaría a sus ciudadanos a adquirir más coches extranjeros, así que las medidas de seguridad de los automóviles solo llegaron cuando el valor de mercado de la vida humana, es decir los costes económicos de los accidentes para las aseguradoras, rebasaron con creces los márgenes de los fabricantes de vehículos. Y lo mismo ocurrió con el hábito de fumar, que no se prohibió, pese haberse demostrado científicamente su toxicidad, hasta que sus costes sanitarios se hicieron más insoportables que las ganancias de las tabaqueras.
 
Los neoliberales proponen proteger menos al medio ambiente, reclamando una regulación más laxa y menos exigente para no frenar el desarrollo. Aspecto sobre el que, Mr. Hearst, dictamina que “la mayoría de las crisis económicas y problemas medioambientales son el resultado de un fallo del sistema. Reciclar papel es malo para el planeta, porque la manera de incrementar el número de árboles plantados es consumir más papel”, lo que implica destruir los bosques y selvas naturales para sustituirlos por plantaciones de eucaliptos, chopos, pinos y especies de crecimiento rápido; monocultivos forestales que aniquilan los ecosistemas naturales y la biodiversidad. Leña al mono que se ha vuelto ecológico. Si combatir el cambio climático provoca paro, porque contaminar menos reduce la tasa de crecimiento, la solución pasa por envenenarse a tope hasta alcanzar el pleno empleo, y así al que sobreviva no le faltará ocupación nunca.
 
A mayor porquería, mayor bienestar.
 
Enriquecerse sin medida constituye la prueba palpable de la salud del sistema. Pero  si quién más beneficios obtiene, más eficiente es, ¿por qué prohibir el trabajo infantil? ¿seguro que las ganancias de McDonalds dan fe de lo bien que alimenta a sus clientes? 
Mr. Heath comete el error, muy común entre los ideólogos del sistema, de confundir prosperidad con lucro, cuando la línea que separa a ambos está nítidamente trazada: la prosperidad es de carácter general, el lucro, particular. El lucro no mide el grado de eficiencia, sino de explotación.
Sucia prosperidad la que se alcanza así.

Original en: http://www.kaosenlared.net/noticia/economia-para-odian-capitalismo 

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