miércoles, 2 de enero de 2019

Las alarmas siguieron sonando en 2018: ¿Política ecológica o ecología de la política? (+ Fotos y Video)




tomado de:
cubadebate.cu
Las alarmas siguieron sonando en 2018: ¿Política ecológica o ecología de la política? (+ Fotos y Video)

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Nubes de tormenta sobre el Atlántico. Foto de la NASA, tomada desde la Estación Espacial Internacional.

En un artículo anterior, en junio de este año, hablábamos de la urgencia de que la humanidad, los entramados políticos y económicos que mueven hoy el mundo, se integren orgánicamente al tejido natural del que, pese al desarrollo tecnológico y social, no hemos dejado de formar parte a estas alturas del siglo XXI. Desde entonces, nuevos datos, evidencias y análisis indican que las alarmas ambientales han seguido sonando en 2018.

Desde hace años, las alarmas ambientales suenan en diferentes “capas” o niveles: de la extinción de especies o el daño sobre ecosistemas locales, hasta fenómenos de escala planetaria como el calentamiento global, que amenaza con cambiar patrones mundiales de temperatura, genera eventos climatológicos devastadores y afecta corrientes marinas que aseguran la existencia de ecosistemas claves para la vida humana.

Cambios que los científicos prevén como “duraderos” o “irreversibles”, de consecuencias no totalmente previsibles, que se desencadenarían pasado el “punto de no retorno” y que hoy requieren -por encima de prácticas individuales para consumir menos energía eléctrica o plásticos o combustible- políticas coordinadas a escala mundial, acciones concretas a nivel macro que involucren a todos los países y recorten efectivamente volúmenes de emisiones globales que ya pasaron de los números rojos.

Cada especie que se extingue, cada río o porción de océano que se contamina, cada ecosistema local que se daña, implican la ruptura de una puntada en ese tejido natural que asegura que el planeta siga funcionando de una manera “amigable” para la humanidad. Una puntada que nunca se recuperará y en torno a la cual, en condiciones normales, sin el estrés del cambio climático y la contaminación, con tiempo, la naturaleza podría crear nuevas redes.

El cambio climático afecta más que una puntada; debilita, tuerce, tensa muchas de las hebras del hilo que forma el tejido. En la 24 Conferencia de las Partes de la Convención sobre el Cambio Climático (COP24), en Katowice, Polonia, a inicios de diciembre, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, afirmó que el calentamiento del planeta es “el asunto más importante” que encara la humanidad.

Guterres advirtió que “no hay tiempo para negociaciones sin fin”, y que se requieren transformaciones en cinco áreas vitales: energía, ciudades, uso de la tierra, gestión del agua e industria.

“Gobiernos e inversionistas deben apostar a la energía verde”, dijo, y añadió: “Tenemos el conocimiento. Muchas soluciones tecnológicas son viables y asequibles. Lo que necesitamos es mayor voluntad política y más liderazgo con visión de largo plazo”.

En esa última oración está una de las claves para el esfuerzo global que se requiere hace mucho: voluntad política y visión de largo plazo, todo como base de una acción global efectiva, decidida y coordinada.

Es un tema que va más allá de escalas de desarrollo o agendas económicas o políticas. Sobre todo porque, incluso en un escenario en que la humanidad frene las emisiones en el corto plazo, la mayor parte de las consecuencias del cambio climático persistirán durante siglos. De ahí la urgencia.

Según datos de la ONU, las emisiones mundiales de dióxido de carbono (CO2) han aumentado casi 50% desde 1990. Lo casi increíble es que la Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro, se celebró en 1992, y ya entonces se planteaba la necesidad de enfrentar el cambio climático. En el propio 1992 fue adoptada la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, y ya en su primer informe, en 1990, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, inglés) señalaba que:

“Estamos seguros de lo siguiente: que existe un efecto de invernadero natural que hace que la Tierra sea más cálida de lo que sería en caso de no existir ese efecto. Que las emisiones producidas por las actividades humanas aumentan sustancialmente las concentraciones atmosféricas de los gases que producen efecto de invernadero: anhídrido carbónico, metano, clorofluorocarbonos (CFC) y óxido nitroso.

“Estos aumentos potencian el efecto de invernadero, lo que producirá por término medio un calentamiento adicional de la superficie de la Tierra”.

Han pasado casi 30 años de emisiones y de esfuerzos de algunos estados y organismos para cambiar las cosas que llevaron al Acuerdo de París en 2015. Pero aún en diciembre de 2018, Guterres ha tenido que decir en Katowice: “El cambio climático es el asunto más importante que enfrentamos. Afecta todos nuestros planes de desarrollo sostenible y para un mundo seguro y próspero. Por eso es difícil entender por qué nos estamos moviendo tan despacio, o incluso en la dirección equivocada”.

Es difícil entender cómo casi tres décadas después de la Cumbre de Río y del primer informe del IPCC, ya reunidos volúmenes de datos y conocimiento mucho mayores sobre el tema, y cuando la Administración Oceánica y Atmosférica estadounidense advierte sobre la pérdida de hielo en el Ártico por el calentamiento global, la presidencia de EE.UU. retire a ese país del Acuerdo de París.

O que meses después, a solo horas de que comenzara en Katowice la COP24, el gobierno de Brasil, con influencia del presidente electo, Jair Bolsonaro, retirara a ese país como sede de la COP25, prevista para finales de 2019.

Bolsonaro ha llegado a declarar que combatirá la ideología marxista en política exterior, incluyendo el “alarmismo climático”, y este mes de diciembre reiteró sus dudas sobre la validez del Acuerdo de París y la posibilidad de que Brasil también se retire de ese esquema.

El canciller que ha nombrado Bolsonaro, Ernesto Araújo, dijo este mes ante un enviado del vicepresidente Mike Pence que “el cielo es el límite en la relación entre Brasil y Estados Unidos”, y antes, en sintonía con Bolsonaro y Donald Trump, ha considerado las alarmas por el cambio climático como una conspiración de la izquierda.




En la Amazonía, el “pulmón de planeta” con siete millones de kilómetros cuadrados de bosque tropical, hay más sequía, aumentan los incendios y la deforestación. Foto: WWF.

Araújo, también contrario como Trump al “globalismo” -hay que recordar el reciente discurso de Trump en la Asamblea General-, ha llegado a hablar del “climatismo”, un “dogma científico” que “sugiere una correlación del aumento de la temperatura con el aumento de la concentración de CO2 en la atmósfera”.

El climatismo -alega- “viene sirviendo para justificar el aumento del poder regulador de los estados sobre la economía y el poder de las instituciones internacionales sobre los estados y sus poblaciones, y para sofocar el crecimiento económico de los países capitalistas democráticos y favorecer el crecimiento de China”.

Según un reporte de The New York Times, con datos de la NASA, en la Amazonía “el cambio climático amplifica las consecuencias de la actividad humana y amenaza a una fuente crucial de biodiversidad, agua dulce y oxígeno del mundo”. La Amazonía está en Brasil, más cerca de Araújo y Bolsonaro que de Trump, pero igual en el mismo planeta. El NYT y la NASA no están en China ni en otro país de gobierno comunista.

Trump, al anunciar el retiro de EE.UU. del Tratado de París, dijo que era “draconiano” para el país, lesivo para su economía y el nivel de vida de sus ciudadanos. “Me eligieron para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París”.

¿Habrá que esperar a que, como en El día después de mañana, le caigan desde el cielo-como-límite pedazos de hielo en el tejado a Trump, Bolsonaro, Araújo y otros que no creen en el cambio climático o, casi peor, que esperan que las cosas se van a resolver por sí solas o creen que la desgracia va a tocar solo a los otros?


El Acuerdo de París, firmado por más de 190 países y en vigor desde 2016, busca mantener por debajo de dos grados el aumento de la temperatura mundial respecto a los niveles preindustriales, e incluso llevarlo a 1.5 grados.
El secretario general de la ONU: “(…) Hemos sido advertidos por décadas, una y otra vez, y demasiados líderes se han negado a escuchar…”.
¿Qué nuevas noticias tuvimos desde junio de 2018?

-Noviembre de 2018: Un informe de la Organización Meteorológica Mundial advirtió que los niveles de gases de efecto invernadero (que atrapan el calor en la atmósfera terrestre e impulsan el cambio climático) llegaron a un nuevo récord histórico.

Las concentraciones medias mundiales de dióxido de carbono (CO2) alcanzaron 405.5 partes por millón (ppm) en 2017, frente a 403.3 ppm en 2016 y 400.1 ppm en 2015. También aumentaron las concentraciones de metano y óxido nitroso, y, aun estando regulado por un acuerdo internacional, resurgieron concentraciones de clorofluorocarbono 11 (CFC-11), que afecta la capa de ozono.

Según la OMM, desde 1990 aumentó en 41% el forzamiento radiactivo total (implica una tendencia negativa entre la luz solar que absorbe la Tierra y la energía irradiada que devuelve; lo que sucede hoy es que cada vez devuelve menos). La concentración de CO2 en la atmósfera representó alrededor de 82% del incremento del forzamiento radiactivo total en la última década.

La última vez que el planeta registró una concentración similar de CO2 fue entre tres y cinco millones de años atrás. Por entonces, la temperatura media global era 2-3°C más alta que hoy y el nivel del mar estaba entre 10 y 20 metros por encima de los niveles actuales.


“La ciencia es clara. Sin recortes rápidos en el CO2 y otros gases de efecto invernadero, el cambio climático tendrá impactos cada vez más destructivos e irreversibles en la vida en la Tierra. La ventana para actuar está casi cerrada”. Petteri Taalas, secretario general de la OMM, noviembre de 2018.

-Diciembre de 2018: El calentamiento global ha hecho que el Océano Ártico haya perdido el 95% de su hielo más antiguo, señaló el informe anual de la Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA, inglés). La temperatura del aire en la superficie del Ártico ha seguido calentándose al doble de la velocidad que en el resto del mundo. En los últimos cinco años, superó todos los registros anteriores, y 2018 ha sido el segundo año más caluroso en esa región desde que comenzó a registrarse su temperatura, en 1900.

¿Qué implica esto? El hielo del Ártico es lo que mantiene a las regiones polares frías y contribuye a moderar el clima global. El hielo “más joven” es el que se desprende y se derrite más fácilmente en verano.

Si no es balanceado por este hielo (que desaparece o se debilita), el calor es absorbido por el océano y el planeta se calentará aún más rápido, advierten los científicos.

-Octubre de 2018: En su más reciente informe, los expertos del IPCC advirtieron que limitar el calentamiento global a 1.5 grados con respecto a los niveles preindustriales y evitar de esa forma “daños irreparables” exige implementar “cambios de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad”.

Con un calentamiento global de 1.5 grados sobre los niveles preindustriales, la probabilidad de que el océano Ártico se quede sin hielo en verano sería de una vez por siglo frente a un mínimo de una vez por cada decenio en caso de que sea de dos grados la diferencia de temperatura.

El IPCC advierte que los arrecifes de coral disminuirían entre 70% y 90% con un calentamiento de 1.5 grados. Con un aumento de dos grados prácticamente desaparecerían del todo.

El problema es que, según el propio informe del IPCC, si se mantienen al ritmo actual las emisiones de efecto invernadero, “el calentamiento provocado por el hombre superará los 1.5 grados respecto a la era preindustrial alrededor de 2040”. Es decir, dentro de veinte años.


Los océanos se han calentado, la cantidad de nieve y de hielo ha disminuido, y ha subido el nivel del mar. Entre 1901 y 2010 el nivel medio del mar aumentó 19 cm, pues los océanos se expandieron debido al calentamiento y al deshielo. La extensión del hielo marino del Ártico se ha reducido desde 1979, con una pérdida de hielo de 1.07 millones de km2 cada decenio. Fuente: ONU
¿Política ecológica, o ecología de la política?

En política y en economía, y en el reflejo de ambas en las sociedades, la historia de las últimas décadas ha estado signada por el cortoplacismo.

En lo político ha implicado agendas de gobierno de cuatro, cinco o seis años, partidistas, grupales, personalistas o de retribución a donaciones de campaña y concesiones por lazos empresariales.

En lo económico, enfoques que van del crecimiento económico constante basado en el constante crecimiento del consumo (no del bienestar y muy poco de la distribución) -sin que en décadas se hayan resuelto los vacíos en la distribución a escala mundial y nacional, como demuestran fenómenos paralelos como la crisis de migrantes en el Mediterráneo, la caravana Centroamérica-Estados Unidos y la rebelión de los chalecos amarillos en Francia- al uso indiscriminado de plaguicidas que iban más allá de las plagas y entraban en la cadena alimentaria, el desdeño del cambio climático, el fracking o fracturación hidráulica, la obsolescencia programada y los transgénicos (alrededor del 80% de ellos tolerantes a herbicidas como los producidos por empresas como Monsanto).

Una visión que de cierta forma pone a la naturaleza -sin pensar que se trata también del futuro, de los hijos, los nietos…- en la categoría de sujeto del “daño colateral”, tomando prestado el término de la doctrina y la práctica militar estadounidenses.

Y no es mero idealismo, catastrofismo barato ni juego de palabras. En la reciente COP24 -donde el tono general llegó a ser de ruego para que se echen a andar los motores y bolsillos que deben despertar para mitigar el cambio climático-, la directora general del Banco Mundial, Kristalina Georgieva, afirmó que “cada uno debe hacer lo que pueda contra el cambio climático. De lo contrario, nuestros hijos y nietos no nos lo perdonarán”, y lo dijo pensando en el futuro incierto que espera a su nieta de ocho años.

La mala economía, el cortoplacismo, la visión de corto plazo persisten incluso cuando ya hay argumentos para invertir masivamente en energías verdes y matrices productivas amigables con el medio ambiente que contribuyan a mitigar el cambio climático sin restringir el desarrollo, visto con un enfoque sostenible:

–El informe Pérdidas económicas, pobreza y desastres 1998-2017, publicado en octubre de 2018 por la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, advierte sobre el nexo entre el cambio climático y la mayor intensidad y periodicidad de desastres naturales, y sobre el impacto de estos fenómenos en las economías, peor en las naciones más pobres.

Según el informe, el impacto de los desastres naturales en la economía mundial creció 151% en el período 1998-2017 respecto a 1978-1997, y ascendió 2.24 billones (millones de millones) de dólares. En 1978-1997 la cifra fue 895 mil millones.

En la actualidad, los fenómenos meteorológicos extremos representan el 77% de las pérdidas económicas por desastres.

Dato muy claro, que quizá no haya leído Trump: el país más afectado por las pérdidas económicas totales durante los últimos veinte años fue Estados Unidos, seguido por China y Japón. En el Caribe, Puerto Rico lidera la estadística.

Una de las conclusiones del informe es que “la integración de la reducción de desastres en las decisiones relativas a la inversión es la forma más rentable para reducir este riesgo. Por consiguiente, la inversión en la reducción del riesgo de desastres es una condición previa para desarrollarse de forma sostenible en un clima variable”.

-Este mismo año, en mayo, expertos de la Stanford University, en California, mostraron en un informe que alcanzar la meta de los 1.5 ºC (que la temperatura media global aumente 1.5 grados en lugar de dos respecto a los niveles preindustriales) ahorraría al mundo unos 30 billones (millones de millones) de dólares en daños asociados al cambio climático, mucho más que el costo que implica reducir las emisiones de carbono.

Quizá ya pasó el tiempo de las políticas ecológicas y entramos en el tiempo de una ecología de la política.

Siete décadas después de firmada la Carta de Naciones Unidas se sigue poniendo en duda el principio -y la necesidad, hoy mayor que nunca, porque son mayores los problemas y más urgentes las acciones- del multilateralismo.

En los últimos días del año, Unicef publicó un informe, con duras cifras, en el que afirma que “millones de niños alrededor del planeta siguen siendo víctimas de conflictos armados y los líderes mundiales permiten que esto siga ocurriendo con impunidad”, mayoritariamente en conflictos “periféricos”.

También terminando el año, la consultora ihs Markit, basada en Londres -en una tendencia que confirman otras fuentes como Deloitte y el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI, inglés)-, precisó en su informe Jane’s Defence Budgets que el gasto militar de 2018 será el más elevado desde el “fin de la Guerra Fría”, alrededor de 1.7 billones (otra vez millones de millones) de dólares.


2018 ha sido el año en que el IPCC advirtió claramente que tenemos poco más de diez años para tomar medidas drásticas contra el cambio climático si queremos evitar que el calentamiento global se dispare hasta niveles incontrolables. En la cumbre COP24 de Katowice, Polonia, los países acordaron el programa de trabajo para poner en marcha el Acuerdo de París. Hace falta voluntad política, coordinación y visión de largo plazo.

¿Cómo explicar ese gasto frente a una estadística del SIPRI según la cual el 13% del presupuesto militar mundial anual serviría para terminar con la pobreza y el hambre?

Una ejecutiva de ihs Markit declaró que el crecimiento del gasto militar “refleja la mejora de las condiciones económicas en el mundo y es una respuesta a la continua inestabilidad en una serie de regiones clave”.

Raya en lo cínico y lo perverso el razonamiento sin mirar a las causas de los conflictos, ocultando “necesidades” estratégicas y otros conceptos rebuscadamente oportunistas que justifican ese gasto, dentro de una filosofía que ve retorno de inversión en las guerras y la inestabilidad pero no en la pobreza y el hambre.

¿No son la pobreza y el hambre generadores de “inestabilidad”? ¿No es hoy la crisis ecológica un problema de seguridad mundial, quizá el mayor que afronta hoy la humanidad?

Todo forma parte del mismo tejido en este mundo. Cada acción que destruye, cada urgencia ignorada, cada niño usado como escudo en la guerra, cada desplazado (un récord de 68.5 millones en 2017, una media de 44 500 por día, debido a la violencia, la persecución y las guerras, según la ONU), cada migrante, cada río contaminado o mancha de plástico en el océano o parcela deforestada en la Amazonía son reflejo de un orden internacional, económico, político y ético desfasado de la agenda real que plantea la situación del planeta, que es la misma de la civilización.

El tema ecológico -que es tema de supervivencia del planeta y de las especies que en él habitan, incluida la humana- supera hoy reivindicaciones históricas y conflictos regionales o bilaterales y comerciales o ideológicos entre países y bloques, que a diario remueven ciertos puntos del planeta e inquietan a otros. Supera la geografía binaria de izquierda-derecha. Supera a cualquier otro problema en la agenda de Naciones Unidas, y a la vez los reúne a todos.

En este contexto, la visión holística de la realidad es vital en cualquier proyecto o andamiaje político.

La gestión de gobierno implica más que nunca la participación popular, un real enfoque de sostenibilidad (inversiones en economía verde, planificación para los efectos del cambio climático, distribución de la riqueza…), el respeto al patrimonio tangible e intangible de países y grupos humanos (porque, entre otras muchas razones, es memoria, identidad y conocimiento asentados por siglos y porque asegura resiliencia y modos sostenibles de enfrentar los problemas), y la aceptación del hecho real, ya apuntado desde el siglo XIX, de que todo está interconectado en este mundo.

Producir más armas para ejercer más influencia o alimentar más guerras, o cerrar fronteras, construir y reforzar muros sin mirar a las causas de la migración, son expresiones desquiciadas de un orden que va -aunque sea eficiente, exitoso, promisorio según criterios economicistas- de espaldas a la urgencia mundial en este preciso momento.

Desde este punto de vista, el auge de movimientos y grupos xenófobos y ultraderechistas -no solo en Europa- es otra pérdida de tiempo o de rumbo de las sociedades respecto al camino que se requiere hoy, expresión fallida de un organismo político, social y ético que tal parece tener el equivalente de una enfermedad autoinmune, sus defensas corporales percibiendo y atacando como cuerpos extraños a partes, órganos del mismo cuerpo.

Reprimir, diezmar a los migrantes no parará la migración ni sus causas, como tampoco ignorar el cambio climático lo ralentizará o mitigará.

Confiar en el espejismo -volviendo al cine futurista en filmes como Código 46– de que una especie de apartheid ambiental salvará a los más pudientes o favorecidos; pensar en comandos para la guerra de las galaxias cuando ahora mismo los desastres destruyen posesiones y quitan vidas, o en autos voladores mientras se libera la masacre de ballenas, son expresiones igualmente desafortunadas, tristes, de esa brecha moral y política que hace más lenta hoy e insuficiente la respuesta de la humanidad a este desafío.

En la reciente COP24 fueron perentorias, lapidarias y sabias las palabras de líderes de pequeñas islas que ven más cercana la amenaza.

“A quienes arrastran todavía los pies, les digo simplemente ‘háganlo’. Si ignoramos las pruebas irrefutables, seremos la generación que traicionó a la humanidad”, dijo el primer ministro de Fiji, Frank Bainimarama, quien antes presidió la COP23.

Por su parte, Baron Divavesi Waqa, presidente de Nauru, afirmó: “Los líderes políticos deben empezar a cuestionar los intereses que perpetúan la crisis climática. Los poderosos siempre jugaron con otras reglas, pero no pueden escapar a las leyes de la física”.


En nuestra vida cotidiana: Pensar más en nuestros hijos y nietos y en el mundo que les dejaremos. Usar y botar menos plásticos (lo desechable es más cómodo, pero recarga más al planeta) y abogar por que la industria cubana recupere aquellos cartuchos de papel de los 80 o similares (incluso de papel reciclado), o jabas de yute (estéticas, atractivas, prácticas y más duraderas) como las que ofrecen mercados del Primer Mundo. No derrochar electricidad ni agua. Hacer lo posible por limitar emisiones de vehículos. No mirar solo a lo que hacen los demás: hacer nosotros. Haciendo individualmente nos convertimos en millones que hacen. Vigilemos el impulso de consumir y comprar: más que la obsolescencia programada, no caigamos en la trampa de la obsolescencia inducida.

Demasiadas bolsas y otros inventos plásticos


Cada año se vierten a los océanos 13 millones de toneladas de plásticos. Se ha encontrado plástico hasta en la fosa de las Marianas, a 10 898 metros de profundidad.

Muchos piensan que los objetos plásticos se quedan como están, pero no: ONU Medio Ambiente ha advertido que, según estudios, las bolsas de plástico y los contenedores hechos de espuma de poliestireno pueden tomar hasta miles de años en descomponerse y contaminan suelo y agua.

Con el paso del tiempo, los plásticos se dividen en fragmentos más pequeños llamados microplásticos, que al ser consumidos por animales marinos pueden entrar en la cadena alimenticia humana.

Los microplásticos han sido detectados en la sal de mesa comercial y algunos estudios aseguran que el 90% del agua embotellada y el 83% de la de grifo contiene partículas de plástico. Esto es preocupante, ya que poco se sabe del impacto de este material en la salud humana, advierte ONU Medio Ambiente.

El secretario general de la ONU: “(…) Hemos sido advertidos por décadas, una y otra vez, y demasiados líderes se han negado a escuchar…”.


https://www.youtube.com/watch?time_continue=2&v=QIK-ASMPrVc

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