De mí mismo, porque no sé hablar de la impunidad sin que se me salgan las entrañas para afuera.
Desde que cumplí sesenta años advertí que ya no soy historiador: soy testigo de la historia. Fui compañero de luchas gremiales de Elena Quinteros y Gustavo Inzaurralde. Compartí alguna vez una guitarra con Salerno, pues si él tuvo después la audacia que lo llevó a Pando, yo tuve la audacia de creerme que podía cantar. Vi salir del Paraninfo Universitario el féretro de Líber Arce, a hombros de estudiantes cuya ropa de abrigo estaba impregnada todavía del olor ácido de los gases lacrimógenos.
Muchas muertes entrañables y mucho dolor atraviesan mis recuerdos de esos años. También fui testigo de un heroísmo masivo, sencillo, cotidiano, de gente común, de ese pueblo nuestro que transitó todas las formas de la resistencia y de la solidaridad sin preguntas.
Después caminé por el malecón habanero en tiempos que por allí pasaba cada día un barco carguero con la hoz y el martillo en la chimenea. Vi los primeros pasos de aquella Nicaragüita sandinista cantada por los Mejía Godoy, y compartí proyectos audaces con muchos centroamericanos entre los cuales hoy hay muchos muertos, otros que sueñan todavía y otros que han perdido sus sueños más puros y se han vuelto pragmáticos socialdemócratas.
Cuando volví al país no me sentí autorizado bajo ningún concepto para juzgar a los que más habían sufrido. Tétricas acusaciones circulaban sobre la conducta de algunos ex presos políticos, pero yo ya había conocido en el exilio el veneno poderoso de la calumnia y me prometí no especular sobre la conducta de los que habían pasado pruebas que yo no había vivido.
Pero el Pacto del Club Naval me sacudió. La celeridad con la que Seregni impuso al Frente el acatamiento a este acuerdo con los torturadores era inexplicable. ¿Para qué servía el Pacto? O mejor dicho ¿a quiénes?
El imperialismo yanqui había decidido que las dictaduras debían ser sustituidas por democracias tuteladas. Derrotadas circunstancialmente las guerrillas, el imperialismo sentía que debía permitir que los opositores salieran a la luz de la legalidad burguesa para observar quién era quién, para comprar a los comprables, meter en las ONGs a los intelectuales inquietos, llevar de las narices a las universidades tras las zanahorias de préstamos y los programas de investigación y becas, y para pasear gratis por el mundo a dirigentes sociales y a los líderes de las minorías discriminadas.
Por eso el Pacto con los militares en derrota, abandonados por la CIA que desclasificaba documentos para hundirlos, no tenía explicación posible dentro de las razones que el Frente quiso dar. Había por detrás otras negociaciones, otros compromisos. Pero yo no entendía cuáles.
La Ley de Caducidad (caducidad de la pretensión punitiva del Estado contra los militares violadores de derechos humanos en tiempos de dictadura) fue un nuevo paso brutal que demostró hasta qué punto la institucionalidad estaba conversada y limitada por detrás de la opinión pública.
A regañadientes, por la presión de las bases y de los sectores principistas, las autoridades frenteamplistas decidieron interponer un recurso de referéndum contra la Ley de Caducidad, recurso que al ser presentado ya le reconocía a la Caducidad una legitimidad que este mamarracho jurídico no tenía.
Pero mucho peor que la Ley, mucho peor que someterse a su pretendida legalidad, fue la decisión de algunos dirigentes del Frente de sabotear el plebiscito que la cuestionaba.
Korzeniak y Seregni encabezaron este sutil sabotaje. La costosa propaganda televisiva que el Frente impulsó por el "voto verde" (voto anti- caducidad) mostraba a unas muchachas danzando en calzas con cintas al ritmo de la bamba a la que se le había puesto una letra desideologizada: "vota la lista verde/por la alegría…". ¿Por la alegría? Mientras tanto la derecha no perdía tiempo. Por razones de clase Wilson Ferreira y casi todos los blancos se sumaron a la "papeleta amarrilla" para dejar vigente la caducidad, presentándola como paso equilibrante ante la amnistía ya decretada para los presos políticos.
En aquel ya distante 1989, cuando se perdió el plebiscito, ví a un puñado de jóvenes, que daban por entonces sus primeros pasos en la lucha social, llorando de bronca en mi casa. Seregni se apresuró a reconocer que la democracia había dicho su palabra irreversible. Un dirigente frenteamplista me dijo al otro día: "No importa. Hemos hecho barriadas muy provechosas ¡Vamos a ganar la intendencia de Montevideo!". Quizás esas palabras me hicieron tomar una decisión que luego no repetí: fue la única vez que voté en blanco.
Después pasó todo lo que sabemos.
En la última campaña electoral vi a Puig del PVP y a López Goldaracena de la1001 embanderados con la hoja rosada, nuevo color del cuestionamiento legal a la Caducidad. Ahora el referéndum se hacía simultáneamente con la elección presidencial, lo cual era un absurdo ¿o un sabotaje? porque la alternativa "Lacalle o Mujica" había generado expectativas ciudadanas y dificultaba cualquier otro debate ciudadano. Para peor, el Frente Amplio distribuyó entre sus partidarios hojas de votación en muchas de las cuales no estaba anexa la papeleta rosada; da para pensar que se calculó exactamente qué porcentaje era necesario sustraer para traicionar el referéndum y a la vez disimular. El referéndum se perdió, pero Puig y López Goldaracena con su discurso llegaron al parlamento. Bien por ellos.
Y ahora la farsa de los esfuerzos, casualmente una vez más fracasados, para una anulación que en realidad no era anulación sino interpretación de la Ley de Caducidad. Pero esa interpretación, por otra parte, le corresponde al Poder Judicial y no al Legislativo. Sarthou lo explicó con meridiana claridad. Ese Poder Legislativo que violando la constitución en 1989 inhabilitó a otro poder soberano (el Judicial) para juzgar a los represores, ahora pretendía "interpretar" los artículos de su propio engendro.
Muchos compañeros decidieron no acompañar la marcha del silencio del 20 de mayo contra la impunidad porque entendieron que ya no se podía desfilar junto a cómplices encubiertos de la impunidad en un silencio impuesto, sin consignas. Pero mirada desde afuera, objetivamente, la marcha multitudinaria, aún bajo control de la burocracia, es una señal más de que la gente, y en especial los jóvenes, no van a bajar los brazos. Compárese con la pobre convocatoria que tuvo el parito del Pititocenetito el día anterior. Son señales.
Alguien me pregunta desde el exterior ¿Cuándo va a protestar el pueblo uruguayo ante tanta ignominia, ante tanta claudicación?
Quedate tranquilo, hermano, le contesté. Ya no somos cuatro gatos locos. La conspiración de los grandes medios, sometidos a una censura que sólo se vio en tiempos de dictadura, podrá ocultar las fotos de lo que ya afloró a la superficie, pero tampoco tiene, por suerte, la radiografía de lo que va creciendo en los subterráneos entrelazados del pueblo.
Hay mucha sangre derramada y es siembra que cosecharemos. Paco Espínola habló cierta vez de ese mandato que nos viene de la tierra fecundada por los mártires, y mencionó otra impunidad que tampoco perdura: a los seres humanos, dijo, no se les hace bien impunemente.
* Profesor, investigador, integrante del Coordinador de la Asamblea Popular
tomado de La Juventud: http://www.diariolajuventud.com.uy/
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