Frei
Betto ofreció una amplia conferencia en el Congreso Universidad-2016.
en la que se refirió a la formación humanista de los profesionales.
Foto: José Raúl Concepción/Cubadebate.
En agosto de 1945, dos ciudades japonesas fueron barridas del mapa:
Hiroshima y Nagasaki. Más de 200 mil personas, simples ciudadanos
civiles, perdieron la vida al ser alcanzadas por las bombas atómicas
lanzadas por aviones estadounidenses. Esos han sido, sin sombra de duda,
los más graves atentados terroristas ocurridos en toda la historia de
la humanidad.
Detrás de las mortíferas bombas había hombres graduados en las
mejores universidades del mundo. Robert Oppenheimer, quien dirigió el
Proyecto Manhattan, que culminó con la fabricación de las bombas de
Hiroshima y Nagasaki, era un físico teórico, graduado de la Universidad
de Harvard en 1925. Tuvo varios hijos, y era conocido por su gentileza,
su incapacidad de golpear a una mujer ni siquiera con una flor. Después
de la catástrofe japonesa Oppenheimer sufrió una crisis de conciencia.
Solía repetir una frase del Bhagavad-Gita, el libro de la espiritualidad
hindú: “Me convertí en la muerte, destructora de mundos”. Más tarde se
manifestó a favor de un mayor control sobre la proliferación de las
armas nucleares, lo que le costó que lo acusaran de ser un espía de los
soviéticos.
Edward Teller era colega de Oppenheimer en el Proyecto Manhattan.
Nacido en Hungría de padre abogado y madre pianista, se graduó de
ingeniero químico en Alemania. Fue profesor en las más prestigiosas
universidades del mundo, como la de Londres y la de Berkeley, en
California. Utilizó su inteligencia para inventar la bomba de hidrógeno,
750 veces más potente que la de Hiroshima. Fue él quien acusó a
Oppenheimer de ser espía de los soviéticos. En la década de 1980 se
destacó por ser el gran mentor del Programa de Defensa Estratégica, más
conocido como “guerra de las galaxias”, patrocinado por el presidente
Reagan. Su enajenación científica inspiró el filme Doctor Strangelove,
dirigido por Stanley Kubrick en 1964.
Todos los científicos del Proyecto Manhattan tuvieron el respaldo de
dos presidentes de los Estados Unidos: Franklin Delano Roosevelt y su
sucesor, Harry S. Truman. Roosevelt ostentaba dos diplomas de Derecho,
expedidos por las universidades de Harvard y Columbia. Truman, quien lo
sucedió en abril de 1945, también había estudiado Derecho, pero no llegó
a obtener el diploma.
Si Oppenheimer hubiera tenido, como Albert Einstein, una formación
humanista basada sobre valores morales, ¿habría dirigido el Proyecto
Manhattan? Si Edward Teller hubiera tenido una formación humanista
fundada sobre la ética, ¿habría creado la bomba de hidrógeno? ¿Y
Roosevelt y Truman habrían autorizado el Proyecto Manhattan y el
genocidio nuclear en Hiroshima y Nagasaki?
No basta con una formación humanista. Heidegger tuvo una formación
humanista y, sin embargo, apoyó el nazismo. Werner Heisenberg también
recibió una formación humanista y, no obstante, colaboró con el proyecto
atómico de la Alemania nazi. Una verdadera formación humanista supone
encarnar valores como la solidaridad, la cooperación, la lucha por la
justicia, la defensa de la dignidad de todos los seres humanos y la
preservación ambiental.
Universidad y pluridiversidad
El intelectual argentino, Atilio Borón, presente en la conferencia de Betto. Foto: José Raúl Concepción/Cubadebate.
Las universidades nacieron a la sombra de la Iglesia como
instituciones humanistas. Y toda universidad es, curiosamente, una
multidiversidad, dado que reúne distintas disciplinas y métodos de
aprendizaje. ¿Por qué, entonces, se les llama universidades y no
pluridiversidades?
La realidad es que en el seno de una universidad, toda la diversidad
de disciplinas, desde la Filosofía hasta la Medicina, sigue el mismo
objetivo estratégico pedagógico: es una institución volcada a la
formación de mano de obra calificada para el mercado, en el caso de las
universidades capitalistas, o de profesionales en condiciones de
responder a las demandas de la población, que debería ser el propósito
de las universidades en los países socialistas.
Por eso resulta necesario que la universidad se someta siempre a un
proceso permanente de autocrítica. Que se pregunte si es una isla del
saber indiferente a las necesidades reales del país o una fábrica capaz
de dotar a la nación de herramientas teóricas y prácticas para
solucionar los problemas que la afectan.
Cuando Napoleón entró a Berlín en 1806, los prusianos tuvieron que
abandonar sus posturas inflexibles y permitir que en los países de
lengua alemana las universidades se liberaran de la tutela de la
teología. Los pioneros de esa conquista emancipadora del saber fueron
Johann Fichte, Christian Wolff e Immanuel Kant. Y gracias a la autonomía
de la razón, las universidades alemanas nos dieron a Carlos Marx,
Federico Engels, Max Planck, Max Weber, Sigmund Freud y Albert Einstein.
La geología, la física y la química comenzaron a merecer la misma
importancia que la filosofía, la historia y la sociología.
Los Estados Unidos copiaron el modelo alemán, sobre todo porque
necesitaban profesionales calificados para ampliar su parque industrial.
Se estableció un vínculo estrecho entre las empresas y las
universidades. Yale concedió el primero título de doctorado en 1861, y
en 1900 más de 300 alumnos ya ostentaban el título de doctores.
La universidad yanqui se transformó en una fábrica elitista de
pragmatismo y liberalismo. Lo que le interesa, hasta el día de hoy, es
el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Y el principio estratégico
pedagógico que rige ese pragmatismo es obvio: fortalecer el mercado y la
apropiación privada de la riqueza.
El fundador del pragmatismo estadounidense fue Charles Sanders
Pierce, un filósofo destacado en la década de 1870. Pero le cupo a
William James el mérito de popularizarlo gracias a la serie de
conferencias que pronunció en Boston en 1907, con el título de
“Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar”. James
enseñaba que un profesional no debe estar movido por principios, sino
por hechos empíricos… ¡Aunque sus enseñanzas eran contradictorias,
porque se basaban sobre un nuevo principio!
La tercera figura importante del pragmatismo yanqui es John Dewey, un
catedrático de la Universidad de Chicago. Su lema era “Democracia
(entiéndase, capitalismo), ciencia e industrialismo”.
En 1908, Harvard inauguró su Escuela Superior de Empresas de
Graduados. O sea, una vía para formar mejor a los hombres de negocios.
Los alumnos eran enviados a hacer pasantías en las empresas. Esa
pedagogía desarrolló dos aspectos: les permitió a los alumnos vincular
la teoría y la práctica y, a la vez, les propició a las empresas la
posibilidad de perfeccionar la calidad de sus nóminas de profesionales.
El carácter de ese proyecto estratégico pedagógico de las
universidades de los Estados Unidos ya estaba definido en las palabras
de Marx y Engels en el Manifiesto comunista: “Todos los complejos y
variados lazos que ataban al hombre feudal a sus ‘superiores naturales’,
[la burguesía] los despedazó sin piedad y solo dejó subsistir, entre
hombre y hombre, el lazo frío del interés, las duras exigencias del
‘pago a la vista’. Apagó los fervores sagrados del éxtasis religioso,
del entusiasmo caballeresco, del sentimentalismo pequeño burgués, en las
aguas heladas del cálculo egoísta. Hizo de la dignidad personal un
simple valor de cambio. Sustituyó las numerosas libertades conquistadas
con tanto esfuerzo por la única e implacable libertad del comercio”.
Como bien señala el educador y filósofo brasileño Maurício Abdalla,
en nuestras universidades, lamentablemente, casi no hay espacio para la
filosofía de las ciencias. Si bien se rechaza teóricamente el
positivismo, en la práctica está vigente, aunque criticado por los
cultivadores de la Nueva Filosofía de las Ciencias como Popper, Kuhn,
Lakatos, Feyerabend y Laudan. Muchos profesores universitarios, en
especial de las áreas científicas y tecnológicas, permanecen ajenos a
los debates epistemológicos, y son tributarios de una visión positivista
ingenua de las ciencias. Creen que hay una ciencia neutra, exenta de
influencias ideológicas y subjetividades, mero fruto de indagaciones e
investigaciones desinteresadas, de observaciones empíricas ajenas a toda
metafísica. El resultado de esa postura es que teorías científicas
plagadas de subjetivismo y condicionamientos culturales son abrazadas
como dogmas, sin conexión con la realidad cambiante y el proceso
histórico dinámico.
Se crea así una escisión entre ciencias naturales y ciencias humanas,
ética e investigación científica, lo que favorece aberraciones como la
de querer impedir todo sistema axiológico en las investigaciones de la
biogenética, o la de pregonar que los productos transgénicos en nada
afectan el equilibrio ambiental y el organismo humano, o que el uso
excesivo de combustibles fósiles no influye en el calentamiento global.
Es la “cientocracia”, la dictadura de la ciencia, que debe decidir lo
que comemos, de qué modo nos vestimos, qué tipo de sociedad es mejor,
etc. Es el neoplatonismo posmoderno, que elige científicos-reyes en
lugar de filósofos-reyes, como quería Platón.
Cooperación o competencia
Asisten unos tres mil participantes de 60 países. Foto: José Raúl Concepción/Cubadebate.
Si el capitalismo es un sistema monetario en el que los derechos
humanos están sujetos a los caprichos del mercado, el socialismo es un
sistema humanitario en el que los derechos humanos son la prioridad por
excelencia. Es en el marco de esos parámetros que la universidad debe
enrumbar su objetivo estratégico pedagógico en un país como Cuba.
Impedir que la universidad sea una torre de marfil y crear vínculos
efectivos entre alumnos y profesores y entre los diversos sectores de la
nación, que reflejen las demandas más urgentes de la población. Buscar
respuestas a las siguientes preguntas: ¿cómo se relaciona la universidad
con los sindicatos, las cooperativas, los movimientos sociales, los
nuevos emprendimientos? ¿Cómo se prepara la universidad para las
reformas económicas y sociales que se llevan a cabo en Cuba, sobre todo
teniendo en cuenta la inauguración del puerto de Mariel y la reanudación
de las relaciones con los Estados Unidos?
Sin duda, Cuba cuenta con una modalidad de extensión universitaria
que, por su alcance, no tiene paralelo en el mundo: la solidaridad
internacional de sus profesionales, en especial sus médicos y maestros,
presentes entre la población más pobre de más de 100 países. Ese
internacionalismo logra su consistencia gracias al capital simbólico
acumulado por la heroica historia de este país y enriquecido, de modo
ejemplar, por la Revolución. Capital simbólico encarnado en la vida y el
testimonio de hombres como Félix Varela, José Martí, Ernesto Che
Guevara, Raúl y Fidel Castro.
Tanto en el mundo capitalista como en el socialista, las
universidades transitaron del humanismo regado con agua bendita al
racionalismo cientificista abrazado al mito positivista de la
neutralidad de la ciencia. Pero la brújula de la ciencia es la ética,
como bien demostró Aristóteles. Y la ética es el conjunto de valores que
incorporamos para hacer más digno y feliz nuestro breve período de vida
a bordo de esta nave espacial llamada Planeta Tierra. He ahí la
cuestión central de un proyecto estratégico pedagógico verdaderamente
revolucionario, capaz de superar las contradicciones de la razón
instrumental, que en nombre de acelerados avances científicos y
tecnológicos provoca la devastación ambiental, hasta el punto de que la
naturaleza de nuestro planeta perderá su capacidad de autorregeneración,
a menos que se produzca una intervención humana.
En tiempos de posmodernidad, que amenazan tener como paradigma no la
religión del período medieval ni la razón del período moderno, sino el
mercado, la mercantilización de todos los aspectos de la vida humana y
la naturaleza, tan acertadamente denunciada por el papa Francisco en su
encíclica socioambiental Laudato Si – sobre el cuidado de la casa común,
la universidad se ve interpelada por una pregunta ontológica: ¿cómo
lidiar con la experiencia subjetiva del mundo de sus profesores y
alumnos? La experiencia subjetiva del mundo de cada ser humano es una
cuestión que la ciencia jamás podrá resolver. Ni siquiera el lenguaje es
capaz de traducirla, aunque haya formas de expresión que intentan
aprender el alfabeto de los ángeles, como la filosofía, la religión y el
arte. En una fase de transición civilizatoria, como la actual,
precisamos de una nueva ontología ecosocialista.
Es ahí que se ubica el desafío ideológico para el proyecto
estratégico pedagógico de la universidad en un país como Cuba. ¿Los
profesionales que ella forma construyen una experiencia subjetiva del
mundo centrada en valores ajenos a la universidad? ¿Esos valores están
enraizados en la solidaridad, el altruismo, la cooperación, o en la
ambición egocéntrica, el individualismo, la competitividad?
En un país como Cuba no es suficiente responder: ¡somos socialistas!
¡Somos marxistas! Basta repasar la historia para saber cuántas
atrocidades se cometieron en nombre del marxismo y del socialismo, al
igual que en nombre del cristianismo hubo Inquisición y se realizó la
empresa colonialista genocida en la América Latina. Pero no hay que
tirar al niño con el agua sucia. Tanto el cristianismo como el
socialismo han escrito bellas páginas en la historia. Y los dos se
nutren de la misma raíz: la ética bíblica, que proclama que todo ser
humano está dotado de sacralidad ontológica y que el don de la vida nos
fue dado para que podamos disfrutarlo en un paraíso aquí en la Tierra, a
lo que el mensaje evangélico llama “reino de Dios” y el marxismo,
sociedad comunista, en la que todo será común entre todos, se le dará a
cada cual según sus necesidades y se exigirá de cada uno según su
capacidad.
Ese humanismo debería ser la estrella polar de nuestras
universidades, capaz de señalar el rumbo de todas las investigaciones
científicas, los inventos tecnológicos, la formación de profesionales y
de hombres y mujeres dedicados a la política y a la administración
pública.
Termino con dos citas que reflejan bien lo que he pretendido decir
aquí. La primera es del filósofo Gaston Bachelard, que instaba a los
científicos a revelar el carácter humano de sus investigaciones. En su
obra La filosofía del no (1978), señala: “Preguntémosles, pues, a los
científicos: ¿cómo piensan, cuáles son sus intentos, sus ensayo, sus
errores? ¿Cuáles son las motivaciones que los llevan a cambiar de
opinión? ¿Por qué razón se expresan tan sucintamente cuando hablan de
las condiciones psicológicas de una nueva investigación? Transmítannos,
sobre todos, sus ideas vagas, sus contradicciones, sus ideas fijas, sus
convicciones no confirmadas.”
La otra cita, con la cual termino, es del genio profético de Martí, quien en Nuestra América ya nos interpelaba en ese sentido:
“¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay
universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte de
gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos
de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras
yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la
carrera de la política habría de negarse la entrada a los que
desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no
ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores
del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la
academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del
país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de
lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por
la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se
levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos
es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre
natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los
libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades
patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo
conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La
universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia
de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se
enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la
Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales
han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras
repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.
Y cállese el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el
hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.”
(Traducción de Esther Pérez)
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